Por Roger Mario Castellón Saucedo
Santa Cruz se ha consolidado como la región más prospera del país, no por obra de un Estado planificador, sino por la fuerza de su gente, su espíritu emprendedor y su cultura de cooperación pragmática. Nuestra historia muestra que la prosperidad cruceña nació lejos del Estado, a pesar del Estado y, en momentos críticos, contra el Estado. Este patrón no es anecdótico: expresa una lógica profunda que Friedrich A. Hayek entendió como orden espontáneo, es decir, el surgimiento natural de instituciones eficientes cuando los ciudadanos actúan libremente sin que un burócrata pretenda diseñarles la vida.
Ludwig von Mises sostenía que la cooperación social basada en la propiedad privada y en el libre mercado es el motor real del progreso. La experiencia cruceña encarna esa tesis con exactitud: aquí la prosperidad no surgió de un exceso de Estado, sino de su ausencia. La cultura cruceña no se define por un discurso ideológico, sino por una práctica concreta: trabajar, producir, recibir al que llega, competir sin miedo y abrir caminos sin esperar permiso. Este rasgo cultural, a la vez hospitalario y emprendedor, explica por qué Santa Cruz se convirtió en un centro de atracción nacional. Quien llegó a esta tierra no encontró subsidios, sino oportunidades; no encontró paternalismo, sino libertad para empezar de nuevo.
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Santa Cruz enarboló dos banderas: la autonomía y el federalismo. Ambas fueron respuestas legítimas frente a un centralismo que asfixiaba el desarrollo regional. Sin embargo, en el fondo, estas demandas no siempre lograron formular la pregunta esencial: ¿para qué queremos más competencias? La respuesta, aunque muchas veces implícita, es clara: para ejercer más libertad.
Autonomía y federalismo pueden redistribuir el poder territorial, pero no garantizan que ese poder será usado en beneficio del ciudadano. Hay Estados federales profundamente intervencionistas y Estados altamente autónomos que reproducen los mismos vicios del centralismo. Por eso, Santa Cruz debe dar un paso conceptual más profundo: antes que federalistas o autonomistas, debemos ser liberales.
Ser liberal es preferible a simplemente buscar autonomía o federalismo, porque el liberalismo no discute solo quién administra el poder, sino cómo debe limitarse ese poder para que nunca violente al ciudadano. El federalismo puede darnos competencias, pero solo el liberalismo puede evitar que un gobierno departamental se convierta en un nuevo aparato paternalista, autoritario o ineficiente. Como advierte Axel Kaiser, las sociedades que progresan suelen ser víctimas de tentaciones paternalistas que prometen protección mientras socavan la libertad. Ese es el riesgo que enfrenta hoy Santa Cruz si permite que un gobierno local copie los vicios del centralismo: burocracia, control político y un intervencionismo que ahoga justamente aquello que hizo grande a esta región.
Como diría Hayek, de nada sirve reemplazar un amo lejano por un amo cercano si ambos conservan las mismas cadenas. Un federalismo sin liberalismo podría terminar en gobiernos locales capturados por élites, burocracias hipertrofiadas o intervencionismos de proximidad. En cambio, un liberalismo sólido asegura que cualquiera sea el nivel de gobierno, su rol esté estrictamente limitado por la ley, sometido a controles institucionales y orientado exclusivamente a proteger las libertades individuales.
Por eso, el verdadero desafío de Santa Cruz no es solo obtener mayor autonomía o avanzar hacia un federalismo pleno. El desafío real es construir un modelo liberal cruceño, capaz de fortalecer nuestra cultura emprendedora y al mismo tiempo proyectarnos hacia el mundo. Ese modelo requiere pilares institucionales firmes: Un gobierno departamental limitado, pero eficiente, que no pretenda ser una réplica del centralismo. Seguridad jurídica total, indispensable para atraer inversión global. Respeto irrestricto de la vida, la libertad y la propiedad. Competencia fiscal internacional, necesaria para posicionar a Santa Cruz frente a regiones como Paraguay, Uruguay, Chile o Panamá.
Santa Cruz no busca separarse de Bolivia, sino modernizarla desde el ejemplo. Y ese ejemplo solo será posible si abrazamos sin miedo el modelo que siempre nos hizo crecer: un modelo donde la sociedad es fuerte, el ciudadano es protagonista y el gobierno es apenas un guardián de sus derechos. Porque Santa Cruz tiene un destino, y ese destino se resume en una palabra que nos define desde siempre: libertad. No una libertad abstracta, sino una libertad iyambae, sin amo, sin dueño y sin miedo. Una libertad capaz de transformar a Santa Cruz y, con ella, a toda Bolivia.
