El precio del pan de batalla sigue congelado en 50 centavos, pero el Estado admitió que destina más de Bs 1.000 millones al año solo para subvencionar la harina. Pese al enorme costo, el beneficio se concentra casi principalmente en La Paz y El Alto
Fuente: eldeber.com.bo
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El conflicto por el precio del pan de batalla volvió a abrir un debate que el país arrastra desde hace más de una década: ¿cuánto cuesta mantener la marraqueta en 50 centavos y quiénes realmente se benefician de este subsidio? El punto de partida es este dato: El Estado destina más de Bs 1.000 millones anuales solo para subvencionar harina, según un informe emtido por el entonces el gerente de Emapa, Franklin Flores. Esa cifra desnuda el peso real de una política que, aunque está presente en el presupuesto desde hace años, nunca había sido transparentada con precisión.
La estructura es más sencilla de lo que parece. En el mercado libre, un quintal de harina puede superar los Bs 240, mientras que el Estado lo entrega a los panificadores a valores sensiblemente menores, en torno a Bs 130, cubriendo la diferencia con recursos fiscales. Ese margen de casi Bs 110 por quintal se multiplica por cientos de miles de unidades y explica por qué el costo total supera los mil millones de bolivianos al año. En términos prácticos, producir una unidad de pan a precio de mercado puede costar entre Bs 1 y Bs 1,35, pero la subvención permite venderla a Bs 0,50, lo que representa una distorsión artificial que sostiene un precio político, no económico.
Este desequilibrio se ha vuelto evidente en las últimas semanas. La Confederación de Panificadores anunció que incrementaría el precio del pan de batalla a 80 centavos, argumentando la falta de harina subvencionada. El Gobierno respondió de inmediato: “No se mueven el precio ni el peso del pan”, afirmó el viceministro de Comercio y Logística Interna, Gustavo Serrano, quien insistió en que la subvención está garantizada y denunció “mafias que se beneficiaron del apoyo estatal”.
Aunque el Ejecutivo sostiene que la provisión es constante, los panificadores de La Paz y El Alto afirman lo contrario. “Si EMAPA entrega a medias, no podemos sostener el precio. Ya no alcanza”, advirtió un dirigente alteño esta semana. Ese cuello de botella ha sido recurrente. En 2023, EMAPA entregó 117.551 quintales de harina subvencionada, con un costo estimado de Bs 27,1 millones. En 2024, la compra se disparó a casi un millón de quintales, pero el Estado no publicó cuánto gastó, dejando un vacío que alimenta la desconfianza.
El otro elemento crítico es geográfico: el beneficio de la subvención se concentra casi exclusivamente en el occidente, especialmente en La Paz y El Alto. En Santa Cruz, Cochabamba, Tarija o Pando, donde el pan no depende del subsidio y se comercializa a precios de mercado, el impacto es mínimo. Sin embargo, todo el país financia el costo. Esa asimetría, poco discutida durante años, hoy vuelve a cobrar relevancia en plena tensión entre panificadores y Gobierno.
A esa desigualdad se suma la dependencia estructural de las importaciones: Bolivia produce apenas el 30% del trigo que consume. Cada vez que sube el precio internacional o se retrasan los embarques, el costo fiscal se dispara, y el pan de batalla vuelve a convertirse en un termómetro político.
Mientras el Gobierno asegura que mantendrá el precio congelado, la pregunta de fondo sigue abierta: ¿puede el país sostener indefinidamente un pan barato que cuesta cada vez más? El debate ya no es solo un choque entre autoridades y panificadores, sino la necesidad de revisar un modelo que opera al límite y cuya sostenibilidad está en duda.

