El libreto cambió


Santiago Terceros Pavisich

Bolivia lo percibe en cada gesto del nuevo gobierno. No se trata únicamente de un recambio administrativo ni de la tradicional rotación burocrática que caracteriza a las transiciones.



Lo que estamos presenciando es un desplazamiento profundo en la racionalidad política del Estado, un giro que revela otra forma de comprender la función pública y que, por primera vez en mucho tiempo, está alineado con ciertos principios contemporáneos de gobernanza, eficiencia institucional y modernización liberal del aparato estatal.

Este cambio no se agota en el entusiasmo inicial de la ciudadanía. Se expresa en un reordenamiento ideológico que, en la práctica, modifica la forma en que el poder opera, decide y evalúa.

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Bolivia ha convivido por años con un tipo de Estado construido para administrar conflictos más que para resolverlos, entrenado para distribuir castigos y recompensas políticas, no para producir bienes públicos con eficiencia. Ese modelo generó un tipo de ciudadanía sometida a un doble aprendizaje perverso.

Por un lado, la desconfianza sistemática en toda decisión gubernamental, siempre sospechada de ocultar intereses. Por otro, la resignación a una burocracia que no aprende, no corrige y no rinde cuentas.

En este contexto, el giro actual no es menor, porque implica una transición desde un Estado esencialmente patrimonialista hacia un Estado que, al menos en sus primeras señales, se aproxima a los estándares de gestión pública moderna, donde la eficiencia no es una consigna sino una metodología.

La novedad no radica únicamente en la voluntad de hacer las cosas de manera distinta, sino en la adopción de una lógica que en teoría administrativa se denomina aprendizaje institucional. La toma de decisiones deja de ser un acto unidireccional y cerrado para convertirse en un proceso iterativo, donde las políticas públicas no se conciben como estructuras rígidas, sino como intervenciones que deben producir datos, retroalimentación, evaluación y ajuste.

Este enfoque, cercano a las metodologías ágiles que utilizan los sistemas más avanzados de gestión pública, rompe con la cultura política del perfeccionismo inmóvil que caracterizó a muchos gobiernos de la región. En lugar de esperar un consenso absoluto o una arquitectura ideal para proceder, el Estado comienza a moverse, a ejecutar, a medir, a corregir. Esto es esencial, porque el costo de la inacción estatal en países con crisis acumuladas es mucho más alto que el costo de decisiones perfectibles.

En este nuevo marco, la velocidad adquiere un carácter político central. No porque la rapidez por sí misma sea virtud, sino porque la lógica estatal que demora lo evidente termina agravando las crisis que pretende administrar. Un gobierno moderno no se define por no equivocarse, sino por su capacidad de corregir temprano.

La lentitud deja de ser sinónimo de prudencia para convertirse en un factor de riesgo institucional. En este sentido, lo que el país observa en estas primeras semanas es la intención de reemplazar la parálisis por la acción calibrada, lo cual es un indicio de que la administración pública está empezando a operar bajo criterios de eficiencia temporal y no bajo la retórica del voluntarismo político.

Este giro práctico tiene un trasfondo ideológico que también conviene relevar. Se trata, evidentemente, de un desplazamiento hacia una racionalidad liberal de la administración estatal, no en el sentido caricaturizado de la privatización indiscriminada, sino en el sentido técnico del Estado que habilita, facilita y regula, en lugar de absorber, controlar y monopolizar.

Un Estado liberal es aquel que reconoce que su función principal no es ser el protagonista absoluto del proceso económico, sino el garante institucional que crea las condiciones para que la sociedad despliegue sus capacidades de manera autónoma. El cambio radica en entender que la política pública no es un reparto de favores, sino la asignación estratégica de recursos escasos en función del bienestar general.

Este punto es crucial, porque las políticas públicas, por definición, siempre generan ganadores y perdedores. Lo relevante no es la existencia de esa asimetría sino su distribución en el tiempo. El viejo Estado patrimonialista producía ganadores permanentes y perdedores permanentes, en función de la cercanía política al poder.

El nuevo enfoque parece partir de la premisa contraria, más cercana a la racionalidad liberal democrática, que entiende que los ganadores y perdedores deben rotar según objetivos nacionales, y que las decisiones deben obedecer a criterios técnicos y no a lealtades políticas. Esta rotación es esencial para evitar la captura del Estado por grupos estrechos. Es también uno de los indicadores más sólidos de un proceso de institucionalización real.

En el plano político, este cambio también se expresa en la relación entre el gobierno y la ciudadanía. Por primera vez en años, la crítica deja de ser percibida como agresión, y comienza a ser entendida como información valiosa para la toma de decisiones. Bolivia está reaprendiendo a deliberar sin miedo, a cuestionar sin conspirar, a observar sin deslegitimar.

Esto constituye una ruptura significativa con la cultura autoritaria reciente, donde la crítica era castigada y la divergencia era sospechada de sedición. Un sistema político no madura por ausencia de conflicto, sino por su capacidad de procesarlo institucionalmente. Y lo que estamos viendo es un sistema que intenta recuperar ese músculo atrofiado por años de verticalismo.

La atmósfera social también refleja este cambio. Las conversaciones cotidianas ya no están dominadas por el pesimismo estructural ni por la sensación de que todo va a empeorar. Sin caer en triunfalismos ingenuos, se percibe una expectativa distinta. Es una esperanza políticamente sobria, casi racional, que reconoce que el camino será complejo pero que al menos acepta que el Estado está intentando operar bajo una lógica de mayor apertura, eficiencia y responsabilidad. En el campo de la opinión pública, este giro genera un entorno más propicio para el debate serio y menos vulnerable a la manipulación emocional.

Bolivia enfrenta hoy la oportunidad de salir del ciclo histórico de las visiones únicas. El país ha intentado una y otra vez imponerse a sí mismo una identidad homogénea, un proyecto monolítico, una dirección única. Nada de eso ha funcionado porque un país diverso no puede gobernarse desde una epistemología del absolutismo. Lo que hoy aparece en el horizonte es la posibilidad de construir visiones compartidas, trabajadas colectivamente, sometidas al escrutinio, corregidas cuando sea necesario y fortalecidas por el debate. Una política pública sólida no se decreta, se construye. Y esa construcción colectiva es la que permite que las decisiones sean sostenibles, no solo posibles.

Si Bolivia logra sostener este nuevo libreto de eficiencia, racionalidad liberal, apertura crítica y mejora continua, estará dando el primer paso para romper uno de sus patrones históricos más persistentes, el de la repetición cíclica de sus propias fallas. Este proceso recién empieza y aún enfrentará tensiones, pero lo relevante es que el país ha recuperado, al menos por un momento, la posibilidad de imaginar un Estado que no sea un obstáculo sino una plataforma.

Aclaro que no formo parte del gobierno en curso y que esta opinión es estrictamente ciudadana.