
Perdido en tierras que no conocía, despojado de poder, riqueza y certezas, Álvar Núñez Cabeza de Vaca emprendió una travesía que lo convirtió en testigo de una verdad cultural profunda. Su historia revela cómo, al perderlo todo, un hombre puede encontrar lo esencial.
El 6 de octubre de 1542, en la ciudad de Zamora, apareció una crónica sobre un episodio de la conquista de América. Su título Naufragios, y su autor Alvar Núñez Cabeza de Vaca, uno de los sobrevivientes de una tragedia que había comenzado quince años antes en las costas de la Florida. Allí, donde la ambición de Pánfilo de Narváez se estrelló contra la furia de los huracanes y la resistencia de los pueblos originarios. Dónde quedaron sepultados más de seiscientos hombres y apenas cuatro pudieron regresar para contarlo.
Hay expediciones que hacen historia, se codean con el Olimpo, y otras que son un fracaso y nacen condenadas al desastre. La de Pánfilo de Narváez pertenece a la segunda categoría. Cargado de ambiciones, pero marcado por la mala suerte. La promesa de tierras, ciudades llenas de oro, rutas abriendo paso al imperio español en el extremo norte del continente, se transforma en una cadena de desgracias que dejó a Cabeza de Vaca sin armas, con sólo tres compañeros, sin jerarquías y, finalmente, sin mundo. Arrojado a una costa que no reconocía, rodeado de pueblos que lo miraban sin reverencia ni miedo, se convirtió, en cuestión de días, en un sobreviviente.
En las crónicas coloniales la figura del conquistador aparece marcada por los símbolos de su poder, que lo revisten de superioridad: el acero, el caballo y la cruz. La travesía de Cabeza de Vaca queda marcada por la temprana pérdida de estos artefactos de poder. El hombre que llegó a América revestido del espíritu del osado aventurero en busca de bonanza, termina comiendo raíces, recostado en chozas de barro, siguiendo las migraciones de pueblos cuyo idioma apenas podía reproducir.
A diferencia de otros exploradores que murieron aferrados a sus certidumbres, él sobrevivió porque fue capaz de dejar que las certezas lo abandonaran. Aprendió a vivir en clave indígena, no porque quisiera, sino porque no había alternativa. Y en ese aprendizaje nació una mirada distinta. La del hombre que ya no observa al otro como enemigo o inferior, sino como maestro.
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La antropología, siglos después, hablaría de “descentramiento”, ese movimiento en que el propio yo se desplaza para dar paso a otra realidad. Nuestro protagonista no lo teorizó, lo vivió.
Lo más sorprendente de su travesía no fue la supervivencia, sino su transformación en sanador. Las comunidades que lo acogieron no vieron en él a un europeo perdido, sino a un posible intermediario con lo sagrado. Y él, despojado de pretensiones y armas, aceptó. Curaba con soplos, rezos y gestos rituales que había visto practicar a los sanadores nativos. No tenía conocimientos médicos europeos ni intención. Pero entendió que, en aquellas tierras, sanar era un acto comunitario. Y que el vínculo humano era la medicina más poderosa.
Resulta paradójico que el conquistador que partió buscando riquezas termina dedicado a aliviar cuerpos enfermos. En un mundo que esperaba de él dominio, ofrece cuidado.
A la distancia, esta historia se construye como el mejor de los relatos míticos iniciáticos. Primero la caída —el naufragio— como muerte simbólica. Luego la errancia, la pérdida de identidad, el ingreso en lo desconocido. Después, el aprendizaje profundo junto a pueblos que nos entendía. Finalmente, el regreso transformado.
Un arco narrativo que pertenece más al camino del héroe que a las crónicas de Indias. No se trata solo de la historia de un hombre que sobrevivió a una desgracia, sino alguien que encarnó una verdad universal. Que para comprender lo esencial, primero hay que perder lo accesorio. Fue cautivo, caminante, sanador. Fue todo lo que un conquistador no debía ser. Y, sin embargo, esa multiplicidad roles le permitió convertirse en algo que su cultura no esperaba: un puente entre mundos.
El final de su travesía está marcado por el desencuentro. Cuando Cabeza de Vaca regresó a su universo cultural de origen, nadie supo dónde ubicarlo. Su relato —amable hacia los indígenas, crítico con los abusos, más espiritual que militar— no encajaba con la narrativa oficial de la época.
Para muchos era un visionario imprudente, para otros, un hombre que había olvidado quién era. Pero, en realidad, había dejado atrás la idea de que el valor se mide por los logros materiales acumulados. Había encontrado otra escala, una donde lo esencial no se cuenta en riquezas acumuladas, sino en la profundidad del vínculo humano. Y eso era difícil de aceptar en un mundo que seguía creyendo en el valor del oro y las especies.
Esta historia conmueve y nos deja una moraleja. Nos recuerda que la búsqueda de lo esencial exige despojo. Que se ve mejor cuando uno deja de mirar hacia donde todos miran. Pues a más de quinientos años de esta historia, los grandes males de las sociedades modernas nos demuestran que todos somos caminantes: extraviados, vulnerables, obligados a perder algo para entender. Y tal vez lo esencial, aquello que ignoramos mientras perseguimos el brillo, esté esperándonos del otro lado de un naufragio.
Por Mauricio Jaime Goio.