El país donde denunciar es un crimen


Por: Misael Poper

En Bolivia se ha vuelto casi una ley no escrita: quien denuncia corrupción es tratado como delincuente, y quien se beneficia del poder tiene garantizado (siempre) un camino de excusas, dilaciones, absoluciones o silencios cómplices. No es una metáfora. Es un patrón. Y como todo patrón repetido durante años, ya no puede explicarse como casualidad: es un método de gobierno.



Bajo el Movimiento al Socialismo (tanto en tiempos de Evo Morales como de Luis Arce), la corrupción dejó de ser un accidente administrativo y se transformó en un ecosistema protegido, donde la lealtad vale más que la ley, donde el aparato judicial sirve para blindar operadores políticos y castigar a quienes se atreven a romper el pacto de silencio. La detención de Lidya Pati no hace, sino volver a abrir la grieta por donde se ve lo que muchos pretenden ocultar: un pasado que no es pasado, un sistema que sigue funcionando, una justicia que no arbitra, sino que obedece.

Un país al revés: el denunciante como amenaza

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En un Estado democrático, el denunciante es un aliado del interés público. En Bolivia, es un estorbo que debe ser desacreditado, perseguido, anulado. Y la narrativa oficial se repite: “resentido”, “extorsionador”, “político disfrazado”, “enemigo del proceso”. Así se construye la excusa perfecta para justificar lo injustificable: criminalizar la denuncia.

El caso de Marco Antonio Aramayo es el ejemplo más brutal. Denunció el millonario desfalco del Fondo Indígena y el Estado lo hundió bajo un alud de procesos: más de doscientos, según reportes, que no tenían otro objetivo que quebrarlo física, emocional y jurídicamente. Lo arrastraron por audiencias, traslados infames, detenciones preventivas sucesivas y humillaciones que terminaron deteriorando su salud hasta precipitar su muerte. Era el mensaje perfecto: “si hablas, te destruimos”.

Pero Aramayo no es el único. Es apenas la cima visible de una montaña de casos que revelan un patrón siniestro: cuando la denuncia toca intereses del poder, el Estado deja de investigar la corrupción y empieza a investigar al denunciante.

Bakovic: morir por presentarse a una audiencia

El ingeniero José María Bakovic, expresidente del Servicio Nacional de Caminos, también inició como denunciante. Señaló irregularidades, habló de presiones indebidas, mostró que la administración de contratos caminaba por senderos turbios. ¿La respuesta? Más de 70 procesos simultáneos.

Bakovic tenía una condición cardíaca grave; subir a La Paz implicaba un riesgo vital. Aun así, jueces alineados al poder insistieron en obligarlo a presentarse físicamente. Cuando finalmente viajó, exhausto, enfermo, asediado por un Estado que parecía más interesado en doblegarlo que en oírlo, murió. Así de simple, así de obsceno. Su nombre quedó como símbolo de cómo se puede utilizar el aparato judicial para matar sin disparar un arma.

Mario Orellana: encarcelado por un audio incómodo

En 2014, el candidato y dirigente Mario Orellana filtró un audio en el que Evo Morales hablaba sobre temas internos de campaña y decisiones políticas. No robó dinero. No defraudó al Estado. Cometió el pecado de divulgar información incómoda.

Días después, fue detenido con un proceso repentinamente “reactivado” por una supuesta falsedad en documentos antiguos. Cualquier observador entendió el mensaje: lo que se castiga no es el delito, sino el atrevimiento de exponer al poder.

El “Testigo Protegido” del caso ABC: denunciar y morir lejos

Ya en tiempos de Arce, el escándalo de la ABC mostró que nada había cambiado. Felipe Sandy Rivero, quien denunció una coima millonaria en la adjudicación de una carretera a la empresa CHEC, grabó un video donde detallaba la ruta del dinero y los involucrados. Poco después murió en un accidente en Estados Unidos.

Tras su muerte, uno esperaría prudencia, respeto, investigación. Pero el Ministerio de Justicia reaccionó atacando su memoria, llamándolo “extorsionador” y minimizando su denuncia. El poder, nuevamente, buscaba anular la voz que hablaba, no esclarecer lo que decía.

Eduardo León, YPFB, dirigentes sindicales y más: el mecanismo se repite

El abogado Eduardo León, que enfrentó al relato oficial en el caso Zapata, fue detenido preventivamente de inmediato, sin garantías, sin debido proceso. Otro ejemplo de cómo la prisión se usa primero y la investigación después.

Dirigentes como José Domingo Rivero, que denunciaron corrupción en YPFB, fueron arrestados en plena calle como si fueran criminales, mientras los señalados por ellos seguían operando dentro de la estructura estatal.

Incluso en el mundo del deporte, el expresidente de la Federación Boliviana de Fútbol Carlos Chávez, que denunció presiones y pidió garantías procesales, terminó encarcelado y murió bajo custodia estatal. El patrón se desborda del ámbito político y alcanza cualquier espacio donde el poder necesite un sacrificio para protegerse.

Incluso jueces y fiscales que osaron investigar casos delicados, como los del proceso Senkata, denunciaron persecución y represalias internas. Es decir: el sistema no solo castiga al denunciante externo; también castiga al funcionario que intenta actuar con independencia.

La tortura invisible: el sistema penitenciario como castigo político

La cárcel en Bolivia no es solamente un espacio de detención. En demasiados casos se ha convertido en una herramienta de quebrantamiento. Negligencia médica, hacinamiento extremo, agresiones, aislamiento, presiones psicológicas, tratos crueles. Las denuncias abundan y rara vez derivan en responsabilidad estatal.

Esto tiene un efecto político claro: la cárcel se convierte en la sombra que el poder proyecta sobre cualquiera que se atreva a hablar.

La pedagogía del miedo

Con todos estos casos, Bolivia ha construido, deliberadamente o no, una pedagogía perversa:

  • Si denuncias, te rodean.
  • Si insistes, te procesan.
  • Si sigues hablando, te encarcelan.
  • Y si resistes, te enferman, te quiebran o te borran del espacio público.

Mientras tanto, los grandes responsables desaparecen entre recursos, viajes, comisiones, silencios, pactos internos o acomodos partidarios. El sistema no solo defiende la corrupción: necesita la corrupción para mantener un orden interno basado en lealtades y silencios.

Conclusión: un país donde la verdad paga un precio

Cuando en un Estado el denunciante termina muerto, preso, enfermo, destruido o exiliado, y el corrupto termina negociando su situación, viajando, ascendiendo o reconvirtiéndose políticamente, no estamos ante un “problema de justicia”. Estamos ante un modelo de poder.

Porque si denunciar es tratado como un delito, entonces la corrupción ya no es una desviación: es política pública.

Y ese es el punto más oscuro de todos: en Bolivia, demasiadas veces, decir la verdad no es un acto de valor cívico, sino una sentencia no escrita que activa un mecanismo voraz. Uno que no investiga delitos; investiga denunciantes. Uno que no corrige abusos; los perpetúa. Uno que no teme al crimen, sino a la verdad.

Hasta que no se rompa esa lógica: la detención preventiva como arma, la justicia como herramienta partidaria, la cárcel como castigo político y el silencio como salvoconducto; ningún discurso anticorrupción tendrá credibilidad. Seguiremos siendo el país donde callar es seguro y donde, lamentablemente, denunciar es un crimen.