
La reciente ofensiva de Netflix para adquirir HBO y Warner Bros no es solo una operación empresarial de gran escala. Sobre todo, representa una transformación profunda en la manera en que se construye, distribuye y recuerda la cultura audiovisual contemporánea. En una sociedad que ha forjado buena parte de su identidad a través del cine y la tensión creativa entre los grandes estudios y los cineastas independientes, la concentración de plataformas amenaza con uniformar la imaginación y reducir la pluralidad de voces.
Durante el siglo XX, la sala de cine fue mucho más que un espacio de ocio. Era un laboratorio social donde se proyectaban los miedos, los sueños y la identidad. Hollywood, con su maquinaria industrial, moldeó el imaginario moderno, pero siempre existió con el contrapeso de profesionales independientes. Este espacio permitió la experimentación, la emergencia de miradas disidentes y la supervivencia de relatos que escapaban a los moldes comerciales.
La tensión entre el gigante y el artesano, entre el estudio colosal y el rebelde, sostuvo un ecosistema cultural plural. No se trataba solo de estilos o presupuestos, sino de una lucha por la representación y la posibilidad de contar historias que no obedecieran a un único patrón. Así, el cine se convirtió en una de las pocas arenas donde todavía era posible discutir sobre qué era lo humano, lo real, y qué merecía ser narrado.
La operación de Netflix para absorber HBO y Warner Bros pone en riesgo ese equilibrio. El problema no es la falta de talento —que existe en todas las plataformas—, sino el exceso de homogeneidad. Cuando una misma lógica comercial organiza la producción, distribución y conservación de la memoria audiovisual, las narrativas empiezan a parecerse demasiado. Se corre el riesgo de la desaparición gradual de la diferencia y la diversidad.
La personalización algorítmica, presentada como una promesa de libertad, es en realidad una nueva forma de uniformidad. Netflix ofrece contenido “a medida”, pero rara vez se menciona que esa medida está diseñada para que todo encaje en un molde previsible. La verdadera libertad cultural no consiste en elegir entre diez versiones del mismo relato, sino en tener acceso a miradas que disienten, contradicen e incomodan.
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La industria independiente, tradicional refugio de riesgo y experimentación, enfrenta un dilema aún más crudo. Si la circulación de obras depende casi por completo de plataformas globales, ¿qué queda de aquella incomodidad que definió un cine de guerrilla? ¿Qué espacio tiene hoy una película que no puede demostrar, antes de existir, que retendrá a su audiencia durante más de siete segundos? La creatividad, que alguna vez se movía por intuición o necesidad expresiva, queda atada a la dictadura de la métrica y el algoritmo.
El ejemplo son esas películas independientes que triunfan en festivales, pero no logran distribución en plataformas. O series canceladas abruptamente por no cumplir con los estándares de retención de audiencia, aunque hayan sido aclamadas por la crítica.
Lo que ocurre con la creación se aplica también a la memoria. Las plataformas no solo producen contenido, administran y conservan, impidiendo que desaparezca el patrimonio fílmico y, muchas veces, fomentando el resurgimiento de algunas obras clásicas. Ante el olvido involuntario, en el ecosistema de plataformas, puede transformarse en estrategia. La memoria audiovisual está en manos privadas que pueden, con un clic, borrar una película considerada poco rentable. El pasado se vuelve edición.
No se trata de demonizar a Netflix, sino de reflexionar sobre las consecuencias de que una sola empresa aspire a controlar una porción tan grande de la imaginación contemporánea. Toda concentración cultural, por eficiente que parezca, empobrece la conversación democrática. Una cultura sin contradicciones ni fricciones deja de interrogarse a sí misma.
Por Mauricio Jaime Goio.