Asociaciones público-privadas como opción para un gasto público optimizado


 

En Bolivia, hablar de Asociaciones Público-Privadas (APP) sigue generando más sospechas que reflexión. Para muchos, el simple hecho de que el sector privado participe en infraestructura o servicios públicos se interpreta como una amenaza al rol del Estado. Esta reacción, sin embargo, tiene más que ver con prejuicios que con un análisis pragmático de los instrumentos de política económica que hoy están disponibles.



Las APP no deberían ser entendidas como privatización. Son acuerdos contractuales de largo plazo mediante los cuales el Estado busca garantizar la provisión de infraestructura o servicios públicos, compartiendo responsabilidades y también riesgos con el sector privado. El activo sigue siendo público y su jurisdicción permanece en sus manos. Lo que cambia no es el rol del Estado, sino la forma en que gestiona recursos, tiempos y resultados.

El problema de fondo es fiscal. Bolivia enfrenta un espacio cada vez más reducido para seguir financiando grandes proyectos únicamente con recursos públicos. Al mismo tiempo, la demanda por carreteras, hospitales, sistemas de transporte e incluso educación no disminuye. En este contexto, insistir exclusivamente en el modelo tradicional de obra pública no es una defensa de lo público; es una forma de inmovilismo ante un contexto cambiante.

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Parte del problema es que se habla de APP como si fueran un esquema único, cuando en realidad existen distintos tipos, con niveles muy diferentes de participación privada y de asunción de riesgos. Algunas APP son relativamente simples: el privado se encarga del diseño y la construcción de la obra, mientras que el financiamiento y la operación permanecen en manos del Estado. Son esquemas cercanos a la contratación tradicional, pero con mayor énfasis en plazos y calidad técnica.

Otros modelos incorporan la operación y el mantenimiento. En estos casos, el privado no solo construye, sino que se responsabiliza del funcionamiento del activo durante varios años. Esto introduce un incentivo clave: quien construye es quien luego opera, por lo que los errores de diseño o el ahorro malentendido en costos terminan siendo un problema propio y no del Estado. Carreteras, hospitales y sistemas de transporte urbano suelen beneficiarse de este tipo de esquema.

Existen también APP más completas, en las que el sector privado diseña, construye, financia, opera y mantiene la infraestructura. Aquí el Estado no paga por la obra en sí, sino por la disponibilidad y calidad del servicio a lo largo del tiempo. Este enfoque permite distribuir los pagos en el tiempo, reducir la presión inmediata sobre el presupuesto público y preservar recursos fiscales para otras prioridades sociales.

Un caso particular son las concesiones, donde el privado asume una parte importante del riesgo de demanda y recupera su inversión mediante tarifas pagadas por los usuarios, como ocurre con carreteras con peaje. El desafío en estos esquemas es evidente: el Estado debe regular adecuadamente, fijar estándares de servicio y proteger el interés público, sin desincentivar la inversión privada ni generar renegociaciones permanentes.

Finalmente, están las APP de servicios, menos visibles pero igual de relevantes. No se centran necesariamente en grandes obras, sino en la gestión eficiente de servicios públicos: alumbrado, recolección de residuos, gestión energética, entre otros. En muchos casos, estas APP logran mejoras significativas de eficiencia con impactos fiscales relativamente bajos. Por ejemplo, en la ciudad de La Paz, esta modalidad ya funciona desde hace más de dos décadas en la recolección de residuos.

Ahora bien, ¿Por qué todo esto importa para la eficiencia del gasto fiscal? Porque las APP bien diseñadas permiten asignar los riesgos a quien mejor puede gestionarlos. En la obra pública tradicional, el Estado suele absorber retrasos, sobrecostos y deficiencias de mantenimiento. En una APP, esos riesgos se trasladan contractualmente al privado, y el pago queda condicionado al desempeño.

Además, al pagar por resultados y no solo por ejecución, el gasto público se vuelve más disciplinado. Se reduce la lógica de inaugurar obras que luego no funcionan o se deterioran rápidamente. El énfasis pasa de la foto inicial a la calidad sostenida del servicio.

Nada de esto implica que las APP sean una solución automática. Sin marcos legales claros, capacidades técnicas en el Estado y transparencia contractual, estos esquemas pueden generar problemas y costos fiscales ocultos. Pero el error no está en el instrumento, sino en su uso.

Bolivia necesita una discusión más honesta sobre política económica. Cuando ya no se puede gastar más, la pregunta relevante no es cuánto invierte el Estado, sino cómo lo hace. Las Asociaciones Público-Privadas, entendidas en toda su diversidad, ofrecen una vía para gastar mejor sin renunciar al interés público.

Adicionalmente, es importante aclarar que las APP no son una receta milagrosa ni un atajo fiscal, pero sí una herramienta útil cuando el margen para seguir gastando ya no existe. Bien diseñadas, permiten ordenar prioridades, asignar riesgos de manera más eficiente y obligar al Estado a concentrarse en resultados y no solo en ejecución.

Las preguntas ahora son, ¿En qué sectores de la economía se pueden aplicar? ¿Qué tipo de APP es más conveniente y en qué áreas? Indiferentemente, la especificidad de las respuestas a las preguntas anteriores, la preparación profesional en esta área por parte de los gestores/administradores públicos es imperativa.

Mauricio Rocabado Rocabado

Economista; Mgr. En Gestión y Políticas Públicas; Master in Bussines Administration