La historia económica boliviana muestra que las medidas de shock no emergen por voluntad ideológica, sino por el agotamiento material del Estado. Aparecen cuando los márgenes de maniobra se han cerrado y la inacción resulta más costosa que el ajuste.
En 1985, Bolivia atravesaba una de las peores crisis de su historia. El Estado estaba quebrado, la hiperinflación había destruido salarios y ahorros, y la economía funcionaba sin precios reales ni capacidad de planificación. En ese contexto, el DS 21060 fue una respuesta de emergencia extrema: logró frenar la hiperinflación, estabilizar la economía y recuperar el control fiscal. Fue una medida dura, impopular y socialmente costosa, pero evitó el colapso total del país.
Tanto entonces como en la coyuntura actual que da lugar al DS 5503, Bolivia enfrentaba una combinación crítica de quiebra fiscal, distorsiones estructurales y ausencia de alternativas graduales. En ambos casos, la disyuntiva no fue entre ajuste y bienestar, sino entre ordenar el colapso o prolongarlo con costos crecientes para los sectores más vulnerables.
La diferencia central entre ambos decretos no radica en el diagnóstico —que es comparable— sino en el diseño de la respuesta. El DS 21060 operó bajo una lógica correctiva inmediata: detener el deterioro a cualquier costo. No incorporó mecanismos de compensación ni políticas de alivio; su eficacia macroeconómica se sostuvo sobre una ruptura abrupta del contrato social, históricamente explicable, pero profundamente onerosa.
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El DS 5503 surge también en un escenario de Estado exhausto: déficit fiscal persistente, gasto público rígido, subvenciones insostenibles y una economía que ya no puede sostenerse sobre transferencias generalizadas. Sin embargo, a diferencia del 21060, no se limita al ajuste. Introduce un plan estructurado, con instrumentos de transición, incentivos económicos, alivios focalizados y mecanismos de apoyo tanto a los sectores populares como a la actividad empresarial.
El reordenamiento de la subvención a los hidrocarburos no se plantea como un acto punitivo, sino como una corrección de distorsiones regresivas que han debilitado la sostenibilidad fiscal del país. El decreto reconoce explícitamente el impacto social del shock y, a partir de ello, incorpora medidas de mitigación, estímulos a la inversión y señales claras hacia el sector privado como actor indispensable en la recuperación económica. El mensaje ya no es “sálvese quien pueda”, sino “el ajuste es inevitable, pero será acompañado”.
Desde una perspectiva de política pública, esto marca un cambio sustantivo: el shock deja de ser una imposición ciega y se convierte en una estrategia de estabilización con horizonte de reconstrucción. No se trata únicamente de cerrar el déficit, sino de reordenar la economía para restablecer condiciones de crecimiento, empleo y recaudación sostenible.
La esperanza que introduce el DS 5503 no es retórica. Reside en la posibilidad de romper el ciclo de parches fiscales, subsidios insostenibles y postergación sistemática de decisiones difíciles. Por primera vez en muchos años, el ajuste no aparece aislado, sino articulado a una lógica de incentivos, reglas claras y corresponsabilidad entre Estado, mercado y sociedad.
La verdadera lección histórica no es si este decreto “se parece” al DS 21060, sino si Bolivia está dispuesta a aprender de su propia experiencia. Las medidas de shock, cuando son necesarias, fracasan no por su diagnóstico, sino por el boicot político, la negación social y la instrumentalización del conflicto.
Hoy, a diferencia de 1985, existe un marco técnico, institucional y discursivo que permite transitar el ajuste sin destruir el tejido social. El desafío ya no es principalmente económico, sino político: sostener el remedio el tiempo suficiente para que produzca sus efectos.
