Por: Miguel Angelo Suarez Melgar
La noticia cayó como caen las decisiones que no se consultan: de golpe y sin anestesia. A pocos días de la Navidad, cuando las familias hacen cuentas para estirar lo poco que queda, el Gobierno anunció lo que presentó como una buena nueva: el salario mínimo sube a Bs 3.300 desde enero de 2026. Un incremento del 20%. Un “avance histórico”, dirán algunos. Un “regalo anticipado”, dirá el discurso oficial. Pero basta rascar un poco la superficie para descubrir que debajo del papel de regalo hay otra cosa: una carga que muchos no podrán sostener.
El anuncio no vino solo. Llegó acompañado del retiro de la subvención a los combustibles, de la racionalización del gasto público, del congelamiento salarial en el sector estatal y de la prohibición de nuevos créditos del Banco Central a empresas públicas. Es decir, el aumento salarial se presentó como parte de un paquete de “emergencia económica, financiera, energética y social”. Medidas para salvar la economía del Estado, pero ¿alivio real para el ciudadano?
Porque la pregunta es inevitable: ¿de qué sirve ganar Bs 3.300 si el costo de vida sube más rápido que el salario? La gasolina y el diésel no son un lujo; son el motor del transporte, de la producción, de los alimentos que llegan a la mesa. Cuando suben los combustibles, sube todo. El pan, el pasaje, el alquiler, la canasta básica. El salario mínimo puede aumentar por decreto, pero el bolsillo no obedece decretos.
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El Gobierno asegura que la medida es obligatoria, que habrá controles del Ministerio de Trabajo y que la libre negociación salarial está garantizada dentro de la legalidad. En el papel, suena impecable. En la calle, la realidad es otra. ¿Cómo hará la pequeña empresa para absorber un aumento del 20% en planillas cuando sus costos también se disparan? ¿Cuántos empleadores optarán por la informalidad, la reducción de personal o el incumplimiento silencioso? ¿Quién protege al trabajador cuando el remedio termina dejándolo sin empleo?
El discurso oficial insiste en que el país no puede seguir funcionando con normas de hace 20 años. Pero la sensación es que se repite una vieja fórmula: ajustar por abajo mientras se evita tocar a los sectores de mayor poder económico. Grandes ganaderos, soyeros, mineros del oro y exportadores seguirán operando con márgenes amplios, mientras el trabajador urbano y el pequeño productor enfrentan el impacto directo del alza de precios. ¿Es esta la “emergencia” que se pretende resolver o simplemente una redistribución del sacrificio hacia los mismos de siempre?
El salario mínimo, en teoría, es un piso de dignidad. En la práctica, corre el riesgo de convertirse en un espejismo. Un número que luce bien en el decreto supremo, pero que se evapora en el mercado. Un aumento que llega, paradójicamente, junto con medidas que encarecen la vida cotidiana. ¿No es una contradicción anunciar un incremento salarial mientras se empuja una ola inflacionaria que lo neutraliza antes de que entre en vigencia?
El problema no es solo económico, es político y social. Medidas de este calibre no se evalúan únicamente por su intención, sino por su impacto. Y el impacto, hoy, genera más incertidumbre que esperanza. El aumento del salario mínimo puede terminar siendo un símbolo vacío si no viene acompañado de control de precios, políticas productivas, empleo formal y una estrategia clara para evitar que la inflación se devore el supuesto beneficio.
Este no es un regalo. Es una apuesta riesgosa. Un movimiento que puede profundizar la recesión, tensar el mercado laboral y aumentar la frustración social. Y cuando las decisiones económicas se toman sin sensibilidad social, el costo no lo paga el Estado: lo paga la gente.
Y cuando pase la Navidad, cuando lleguen las facturas, los pasajes más caros y los precios remarcados, quedará claro si este decreto fue una política de justicia social… o simplemente otro regalo que terminó saliendo demasiado caro.
