Por: Carlos Manuel Ledezma Valdez
Cuentan las crónicas del 17 de diciembre de 1603 que, desde el castillo de Praga, el astrólogo Johannes Kepler observaba la gran conjunción entre Júpiter y Saturno dentro de la constelación de Piscis. Mientras se desarrollaba este evento astronómico, Kepler encontró un escrito del rabino Isaac Abarbanel (Abravanel), en el que profetizaba que el nacimiento del Mesías debía producirse en medio de similares circunstancias cósmicas. Intrigado por el detalle, realizó los cálculos pertinentes, descubriendo para su sorpresa que un fenómeno similar se había producido entre el año 6 y 7 a.C., percatándose que esta información coincidía con los datos comprendidos en el evangelio de Mateo, que señala que Jesús nació cuando todavía reinaba Herodes el Grande.
Los magos provenientes del Este –probablemente del imperio medo-persa (Antigua Mesopotamia)–, contaban con conocimientos astronómicos bastante desarrollados. Al contemplar el fenómeno de los astros, decidieron seguirlo durante meses, hasta llegar a Belén. La gran conjunción terminó guiándolos hasta donde se encontraba el niño. Probablemente, Jesús nació entre mayo y octubre del año 7 antes de Cristo, tal como recoge la “Profecía de la Estrella de Jacob”, en el libro de Números 24:17 “No se apartará el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies, hasta que venga el Silo (Mesías); a él se congregarán los pueblos. Un tiempo en el que el cetro judío fuese ostentado por un no judío (Herodes).
Corría el último cuarto del siglo III d.C, cuando por primera vez aparecía el 25 de diciembre en el cómputo de festividades cristianas como el nacimiento de Jesús. Aunque lo cierto fue, que esta fecha no era aceptada por todas las iglesias que habían ido surgiendo a lo largo de la época, generando un conflicto entre Oriente y Occidente. Los judíos no celebraban los cumpleaños, lo propio ocurría con los primeros cristianos que no tenían la costumbre de celebrar el nacimiento de las personas, por lo que terminó imponiéndose esta fecha recién a partir del siglo V, para conmemorar el nacimiento del Mesías.
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El 25 de diciembre coincide con el “dies solis invicti nati” (día del nacimiento del sol invicto), fecha en la que los romanos celebraban el solsticio de invierno, relacionado muy a menudo por los escritores de la época: “el nacimiento del sol con el día del nacimiento del hijo de Dios”. El imperio romano se caracterizaba por ser una sociedad politeísta que albergaba en su seno a divinidades protectoras a las que encomendaba las diferentes áreas de su vida, aunque fue el emperador Constantino el encargado de imponer el cristianismo en el Imperio Romano, junto a sus prácticas que terminarían convirtiéndose en una tradición milenaria.
La tradición de los belenes o pesebres. Esta tradición surge durante la edad media, donde los fieles buscaban representaciones visuales y teatrales del cristianismo para complementar las misas y personificar los relatos bíblicos. Surgieron grupos de histriones, jaculatores y mimos, que representaban el nacimiento de forma itinerante en pueblos y ciudades. La creatividad humana de la época los llevó a representar el viaje de los magos guiados por la estrella, imponiendo una tradición oral que ha trascendido la barrera del tiempo.
Los villancicos. Comienzan siendo canciones de villanos, entendiendo el significado de la palabra no como un ser malvado, sino el villano, que no era otro que el habitante de las villas rurales, con características bucólicas. Juan del Encina, conocido como “padre del teatro español”, se dio a la tarea de componer villancicos (1480 – 1500 d.C) en las cortes de los Reyes Católicos, adaptando melodías pastoriles a letras religiosas, creando canciones de cuna al Niño Jesús, fusionando lo profano con lo sagrado.
Independientemente de la fecha en la que se produjo el nacimiento de Jesús, el mensaje radica en que Cristo, que es Dios hecho carne, se presenta ante todos como un hombre pequeño y humilde, nacido en un establo en medio de carencias y necesidades, sin que eso lo inhabilite para llevar a cabo la misión mesiánica encomendada por su Padre, salvar a la humanidad. Un humilde pastor, no un ser prodigioso o un gran conquistador, no un rey o alguien de la casta sacerdotal dotado de carisma y poder. Un pastor, un niño, que se convirtió en hombre y ha transformado el mundo desde el instante mismo de su nacimiento.
El Mesías, representado en la inocencia de un niño nacido en un pesebre, simboliza la grandeza de aquel que tiene que abrir y mirar al mundo con prismas diferentes, tratando de hacer siempre las cosas de forma única para alcanzar resultados diametralmente opuestos a los que se practican habitualmente entre los seres humanos. Ser diferente y mirar a los hombres con los ojos del alma, con una mano amiga postrada sobre el corazón, permitiéndose reconocer la grandeza en las cosas más pequeñas, en lo sencillo, en lo sincero y humilde, en la sonrisa de un niño, en los detalles espontáneos que alegran la vida o en un mensaje de amor verdadero.
Más allá de la historia del cristianismo, de tradiciones y costumbres seculares, lo fundamental está en reconocer que, en estos más de dos mil años, millones de personas no hubieran podido encontrar la paz del corazón ni hallar una luz de esperanza en medio de sus tribulaciones, sin la presencia de Cristo Jesús. Mucho menos hubiéramos disfrutado de confianza serena, ni experimentado el gozo del perdón, tampoco sentiríamos el apoyo edificante y la palabra viva y sempiterna de Dios, derivada directamente de la fe que nos impulsa a diario para seguir adelante.
Quien escribe estas líneas, quiere aprovechar esta época de fin de año, para dejarles algo más que un simple recuerdo histórico. Quiero compartir una reflexión entre todos:
A los ancianos, enfermos, huérfanos, méndigos y desamparados, a los deprimidos y a los que se encuentran solos, a los que sufren, a los que no tienen a nadie que los escuche, a los que viven sobrecogidos por el mañana, a los que miran a su alrededor sin encontrar un amigo, a los que sienten miedo y también a los que aun con miedo, tienen el valor de enfrentarlo y seguir remando. A los que lloran sin encontrar consuelo, a los que insisten en pintar el mundo de gris, a todos ellos y a muchos más, quiero hacerles recuerdo que la paz, la esperanza y el perdón, siempre están disponibles para quienes estén dispuestos a abrir su corazón a Dios mediante la intercesión de Jesús, su unigénito, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo.
Más allá de la situación difícil por la que atravesamos, a pesar de la profunda crisis económica, la guerra y la conducta bélica de los gobernantes, el hambre y la pobreza, a pesar de la presencia nociva de castas políticas y grupos de poder que debe sufrir el conjunto de la población; año tras año atestiguamos cómo en el mundo renace la esperanza, permitiéndonos mirar el futuro con optimismo.
Alegrémonos, aunque parezca que no existen razones para hacerlo, tan sólo, porque en estos últimos días del año tenemos la oportunidad de darle las gracias a Dios porque hace más de dos mil años mandó a su hijo para iluminar el mundo en medio de la noche oscura del alma por la que transitaban los hombres y porque nos liberó tras dos décadas de sufrir el mayor expolio y latrocinio. En 2025 el compromiso perenne del Señor nuestro Dios resurge con fuerza, para que Bolivia retorne a la fe y recupere el valor moral arrebatado y pisoteado en los últimos veinte años.
Reconciliémonos con Dios y aceptemos su abrazo, reconciliémonos con nuestros hermanos y caminemos juntos para salir del profundo pozo en el que nos han dejado sumidos. No esperemos a que pasen más días para hacerlo, la reconciliación y el perdón podrían ser las decisiones más importantes que tomemos en nuestra vida y es el camino para transformar el curso de nuestra historia, venciendo al MAL y a los demonios que lo lideran.
Mientras tanto, a tiempo de desear una feliz Navidad y próspero año nuevo a todos, me permito instarles a que el desánimo y la frustración no minen su espíritu y les obligue a cambiar vuestra forma de pensar, recuerden que: “Estamos acostumbrados a ver al poderoso como si se tratara de un gigante, sólo, porque nos empeñamos en mirarlo de rodillas y ya va siendo hora, de ponerse de pie”.
