El principal opositor


Johnny Nogales Viruez

No es sano ni habitual -aunque en Bolivia empieza a parecer casi cotidiano— que un vicepresidente desautorice públicamente al presidente, insulte a sus ministros y convierta una diferencia de criterio en un espectáculo verbal. Cuando eso ocurre, no estamos ante un simple desacuerdo político, sino frente a un problema institucional de mayor calado.



Las recientes declaraciones del vicepresidente Edmand Lara, vertidas con ligereza y lenguaje impropio en redes sociales, no solo rompen el principio elemental de unidad del Órgano Ejecutivo, sino que revelan una preocupante confusión entre opinión personal y responsabilidad de Estado. Un vicepresidente no es un comentarista ni un francotirador interno; es parte del gobierno y corresponsable de su estabilidad.

El debate en torno al Decreto Supremo 5503 —legítimo y necesario en términos técnicos— ha sido degradado por la forma. Y en política, la forma importa… y mucho. No se gobierna a los gritos ni se construye autoridad desde el insulto.

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Pero hay un trasfondo más profundo que explica esta conducta reiterada. En no pocas ocasiones, el vicepresidente ha insinuado que el triunfo del binomio se debió, en lo esencial, a su participación personal, como si hubiera sido el verdadero motor del éxito electoral. Desde esa premisa pretende justificar la idea —implícita pero persistente— de un gobierno bicéfalo, incompatible con cualquier sistema presidencial serio y con la más elemental noción de lealtad institucional.

La afirmación no resiste el menor análisis. Lara no fue el eje de la campaña ni el factor decisivo del voto. Su figura no estructuró adhesiones ni desplazó electorados determinantes. El respaldo ciudadano no estuvo condicionado a la presencia del vicepresidente. Cabe entonces formular preguntas que desnudan el desvarío: ¿de no haber participado Lara, los ciudadanos que apoyaron a Rodrigo Paz habrían votado por Tuto Quiroga?
¿Los desencantados del “socialismo” masista se habrían convertido, por la sola ausencia del candidato Lara, en seguidores de una posición ideológica diametralmente opuesta?

Atribuirse un protagonismo cuando menos dudoso no es análisis político; es egocentrismo. Y cuando ese egocentrismo se traduce en la pretensión de disputar la conducción del Estado desde la Vicepresidencia, lo que emerge no es liderazgo, sino angurria de poder. Esa es la raíz del conflicto. No se trata de un decreto ni una discrepancia técnica, sino de la incapacidad de aceptar el lugar que la Constitución y el voto ciudadano le asignaron.

A ello se suma un elemento que suele evitarse por pudor malentendido, pero que resulta ineludible: la gran diferencia entre la formación, trayectoria, destreza y competencia técnica del gabinete económico y la del propio vicepresidente. No se trata de un argumento elitista, sino de responsabilidad pública. Las decisiones económicas requieren conocimiento, rigor, experiencia y comprensión de variables complejas.

El lenguaje utilizado y la palabreja específica —que repito con fines demostrativos y con las disculpas necesarias—, tildando de “pelotudos” a los ministros, no es un exceso anecdótico; es una demostración más del grado de cultura de quien la expresa y una constatación de que no se da cuenta del prominente lugar que ocupa.

Cuando la crítica prescinde de argumentos y recurre al agravio, lo que queda en evidencia no es la incompetencia ajena, sino la pobreza del razonamiento propio. Donde hay ideas claras, hay explicación. Donde no las hay, aparece el insulto. Y cuando ese recurso se vuelve frecuente, el daño ya no es solo político, sino cultural, pues se enraíza la idea de que gobernar es reaccionar, no pensar.

Más grave aún es el giro populista implícito en este tipo de discursos, que ponen “al pueblo” contra “los técnicos”, como si el conocimiento fuera un obstáculo y no una herramienta. Esa retórica es conocida en América Latina y sus consecuencias también: improvisación y decisiones tomadas al calor del aplauso, no de la razón.

En un contexto de fragilidad económica y social, el país no puede darse el lujo de un Ejecutivo fracturado que discute en público y se desautoriza a sí mismo. La crítica interna es legítima; la deslealtad institucional, no. El disenso fortalece cuando se canaliza con responsabilidad y destruye cuando se convierte en espectáculo.

Llegados a este punto, resulta legítimo y responsable plantear una salida política. Cuando un vicepresidente actúa de manera sistemática como opositor interno, desacredita al presidente y al gabinete, erosiona la autoridad del Ejecutivo y alimenta la idea de un poder paralelo, deja de cumplir la función para la que fue elegido. No se trata de una sanción ni de un ajuste de cuentas, sino de una medida de higiene institucional. Si considera incompatible acompañar la conducción del gobierno con lealtad, prudencia y sentido de Estado, lo más honesto -para él y para el país- sería dar un paso al costado.

A veces, preservar la gobernabilidad exige decisiones incómodas; lo que no es aceptable es que el principal factor de desgaste del gobierno provenga de su propio interior.