Somos buenos, sí, en la política, porque nos hacemos hombres, envejecemos y morimos a su sombra, puesto que ésta nada exige, ni siquiera saber leer y escribir ni tener cortadas las uñas.
Editorial El Deber y La Prensa
Ser buenos para todo lo malo. Suena realmente como un contrasentido. Mas, en este singular país nuestro —Bolivia—, ser buenos para todo lo malo, siendo una especie de estigma, resulta característico, amén de que, con muy contadas y por eso raras excepciones, nos viene al pelo a todos los bolivianos.
Buenos para todo lo malo o cuando menos para aquello que es negativo, para todo lo que va, si no contra la decencia e incluso la ley, de igual modo camina de espaldas a ese goce raro que consiste en vivir racionalmente en paz y con orden, incluso más bien enfrentados con la virtud o el interés público y, obviamente, con crónicos e incurables cargos de conciencia.
A esa curiosa tipificación llegamos los que honradamente hacemos un autoexamen de conciencia, aunque con genuino dolor del corazón y hasta pensando en que tal como nos comportamos estamos lejos de merecer el Reino de Dios. Pero la realidad no puede ser otra, y en este punto coincidimos, puesto que somos producto del medio y el medio demanda que así seamos en el afán de sobrevivir.
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Somos buenos, entonces, para todo lo malo porque, entre otros factores mayúsculos y menores, el medio y la lucha por la vida, así nos quieren, así nos lo demandan de modo inexcusable.
En los ardorosos campos de la política partidaria somos muy buenos, no digamos como militantes fieles, honrados, convencidos de las bondades de nuestras filosofías y credos, pues allí sí que nuestras flaquezas nos mueven a dar hasta saltos mortales de un trapecio al otro, en busca del poder y sus granjerías. Tampoco somos buenos tratando de usar nuestras ascendencias partidarias por el bien de los más necesitados o por la patria tan urgidos de caridad. Somos buenos, sí, en la política, porque nos hacemos hombres, envejecemos y morimos a su sombra, puesto que esta disciplina nada exige, ni siquiera saber leer y escribir ni tener cortadas las uñas. Somos buenos en la política, en suma, porque es bien poco o es nada lo que nos demanda por guarecernos bajo sus banderas.
Somos buenos para jurar amor y lealtad a la región, al país y al pueblo y para prometer con la mano sobre el corazón, mirando al cielo y el nombre de Cristo en los labios servirlos hasta la muerte y después de ésta más aún, si es posible. Pero en franca contradicción o en clara burla de tal juramento, a lo único a que atinamos cuando tomamos la sartén por el mango, es a saciar apetitos personales, a la par que los de la familia y los de ahijados que aparecen por miles en torno de los políticos que logran encaramarse en las estructuras del Estado.
Somos buenos, en fin, para codiciar lo que el prójimo logra ejercitando buenas artes, con sacrificio y esfuerzo constantes, y para intentar, desde luego, apropiarse del logro ajeno vía del despojo, que es lo más expedito y simple. Buenos, de verdad, para lo bueno, si los hay entre nosotros, alcanzan los dedos de una mano para contarlos. Por eso, así nos van nuestras cosas pequeñas y peor las grandes.