Lo que en Bolivia no cambia a pesar del cambio


H.C.F. Mansilla

HCF Los estudios que analizan los procesos sociales de cambio son, por supuesto, indispensables para entender el desarrollo histórico de una comunidad. Igualmente importantes son los enfoques que tratan de esclarecer la continuidad de modelos y pautas de comportamiento a través de los intentos de acelerados y premeditados de reforma social. Grandes pensadores, como Alexis de Tocqueville, Max Weber y Octavio Paz, han consagrado sus esfuerzos a explicar aquellas tendencias culturales de larga data que permanecen vigentes pese al surgimiento de fenómenos políticos dramáticos, pero de consecuencias ambivalentes. Hay que señalar que la esfera cultural es mucho más reacia al cambio que el terreno de lo técnico: en las ciencias sociales se conoce ampliamente este fenómeno de la inercia histórica de los hábitos culturales. Por ello en el campo de las prácticas cotidianas y algo menos en el área institucional es donde la mentalidad tradicional ─ la que sobrevive, por ejemplo, a la globalización y la importación de la tecnología ─ se percibe más agudamente, y donde sus efectos son más perniciosos.

La cultura del autoritarismo, el paternalismo y el centralismo representa hasta hoy uno de los pilares más sólidos e inalterables de la mentalidad colectiva boliviana, y esta cultura no ha cambiado gran cosa desde el último periodo de la era colonial. A esto hay que agregar que estos factores estaban inmersos también en las civilizaciones indígenas prehispánicas, sobre todo en el Imperio Incaico. En cuanto fenómeno histórico de larga duración, la colonia española aprovechó y revigorizó elementos importantes de la cultura política incaica. Los que protestan ahora de manera vehemente contra el colonialismo español reproducen a menudo sus valores de orientación y sus pautas de comportamiento. Por motivos comprensibles, que tienen que ver con la identidad nacional en sentido enfático, esta temática todavía no ha sido estudiada y analizada como se merece por las ciencias sociales bolivianas, lo que constituye una de las carencias más notables en la investigación histórico-cultural.



Lo que llama la atención a partir de enero de 2006 es la intensificación del carácter conservador de las prácticas políticas del gobierno y de los grupos que lo apoyan. Conservador en sentido de rutinario y convencional, provinciano y pueblerino y, ante todo, autoritario, paternalista y prebendalista. Es obvio que esta constelación no fue creada por el régimen actual, pero sí legitimada y exacerbada. Para ello no se necesita mucho esfuerzo creativo intelectual, sino la utilización adecuada y metódica de la astucia cotidiana. El accionar del gobierno ha sido facilitado por una mentalidad colectiva que, en líneas generales, tiende a la reproducción de comportamientos anteriores, muchos de ellos de carácter verticalista. Por ello se explica la facilidad con que se imponen el voto consigna, el caudillismo personal del Gran Hermano y la intolerancia hacia los que piensan de manera diferente. Todas las encuestas representativas en torno a la mentalidad prevaleciente han dado como resultado un grado muy bajo de tolerancia con respecto a las opiniones que divergen de la mayoría ocasional. Hay que señalar que esta atmósfera general de autoritarismo práctico es fomentada también por la carencia de una consciencia crítica de peso social, por el nivel educativo e intelectual muy modesto de la población y por la existencia de un sistema universitario consagrado a un saber memorístico y convencional, muy lejano de la investigación científica. Aquí se puede cambiar el nombre del país mediante un decreto supremo sin que se presente ninguna oposición seria y sin que los sectores intelectuales articulen ninguna protesta de relevancia social.

El desarrollo de los últimos años ha sido calificado por Moira Zuazo como la ruralización de la política en el país. Habría que añadir que este proceso no conlleva una democratización profunda e institucionalizada de la formación de voluntades políticas en el área rural boliviana, sino una consolidación de prácticas autoritarias habituales de índole inquisitorial. Las tradiciones genuinas no tienen porqué ser las más razonables y las más adecuadas al progreso de una nación. Bajo la instrumentalización gubernamental este legado cultural se transforma en una mentalidad antidemocrática, antipluralista y anticosmopolita y en una visión acrítica, autocomplaciente y edulcorada de la propia realidad. Además: retornan las versiones arrogantes de una sola verdad admitida, que es la irradiada por el aparato estatal. Y esta última se manifiesta bajo la forma del maniqueísmo, que admite únicamente la polarización del juego político en torno al binomio amigo / enemigo. Se combate al enemigo como el mejor modo y el más barato de promover lo propio.

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Estos fenómenos habían sido mitigados durante la era de la democracia liberal (1985-2005), pero ahora se nota que el pluralismo y el Estado de derecho eran sólo un barniz delgado y efímero. La ruralización de la vida significa también la pérdida de la urbanidad en el trato social, el descuido de los derechos de terceros, la declinación de la proporcionalidad de los medios y del principio de plausibilidad, la simplificación forzada de procesos complejos, la expansión de un abierto cinismo desde esferas oficiales y la reaparición de formas elementales y hasta primitivas de hacer trabajo político, todo ello bajo el engañoso renacimiento de lo autóctono. Para decirlo claramente: se experimenta una caída civilizatoria, un descenso del nivel cultural que se había conseguido laboriosamente en las últimas décadas. Y todo esto tiene lugar con la ayuda de numerosas organizaciones no gubernamentales (que viven del financiamiento externo) y bajo el aplauso de una buena parte de la opinión pública internacional.

En el fondo es una tendencia a la desinstitucionalización de todas las actividades estatales y administrativas. No es casualidad que de modo paralelo se promueva la economía informal, aunque sectores importantes de la misma se encuentran cerca de lo ilegal-delictivo y no fomentan una modernización racional de la economía boliviana. La desinstitucionalización afianza paradójicamente el poder y el uso discrecional del aparato estatal por parte de la jefatura populista. Este acrecentamiento del poder de los arriba (con su correlato inexorable: la irresponsabilidad) sólo ha sido históricamente posible a causa de la ignorancia, la credulidad y la ingenuidad de los de abajo. Este populismo práctico-pragmático brinda considerables réditos políticos, como ya lo demostró la Revolución Nacional de 1952.

Los últimos años en Bolivia han visto la intensificación de fenómenos de vieja data, fenómenos que ahora adquieren el barniz de lo progresista y adecuado al tiempo. Como corolario se puede afirmar que este proceso significa en realidad la supremacía de las habilidades tácticas sobre la reflexión intelectual creadora, la victoria de la maniobra tradicional por encima de las concepciones de largo aliento y el triunfo de la astucia sobre la inteligencia.