Un fotograma de 'El último rey'.
En el día de Año Nuevo de 1204, moría el rey Haakon III de Noruega, hijo bastardo del rey Sverre I. Al parecer, su madrastra, Margarita Eriksdotter, lo había envenenado por haberla mandado de vuelta a Suecia y haberla separado de su hija Cristina, que se había quedado en el castillo de Bergen. Con el rey Haakon muerto, y en medio de un ambiente político turbulento marcado por incesantes guerras civiles que llevaban sucediéndose durante casi un siglo, el trono noruego era goloso: las dos facciones opuestas más numerosas del país, los ‘birkebeiner’ —un ejército formado por los estamentos más bajos de la sociedad— y los ‘blager’ —una milicia formada por nobles y comerciantes—, veían la oportunidad como perfecta para inclinar la balanza de poder a su favor. Además, como en Escandinavia la Iglesia tampoco solía faltar a la fiesta, los obispos noruegos vieron en el vacío real un momento ideal para aumentar su influencia en la península. Además, en el caso de no encontrar un sustituto, el país podía pasar a formar parte de Dinamarca y acabar perdiendo su independencia.
Sin embargo, y porque el pueblo noruego no hacía ascos a los bastardos mientras hubiese línea de sangre, los ‘blager’ y la Iglesia no habían contado con que, en el fragor de la batalla, un guerrero necesita calor, y que del calor de la concubina Inga de Varteig había nacido un bebé, Haakon, como su padre, al que los ‘birkebeiner’ reconocían como el heredero legítimo del trono. Pero si el bebé perecía, los postulantes a la corona se multiplicarían.
Podría ser una trama de ‘Juego de tronos‘, pero en la realidad, la línea de sucesión de la monarquía noruega está regada de reinados ‘interruptus’ a base de venenos, heridas de guerra y puñaladas traperas fratricidas. Y lo que es también curioso es que los reyes medievales nórdicos no debían de ver con demasiados malos ojos el adulterio, porque mucho hay que indagar en la línea sucesoria para encontrar un heredero ajeno a la bastardía. ‘El último rey’ es una recreación de una época cinematográficamente muy explotable: intrigas palaciegas, batallas a hachazos y arqueros y ballesteros salpicando cual ‘pollocks’ la nieve virgen de rojo.
La línea de sucesión de la monarquía noruega está regada de reinados ‘interruptus’ a base de venenos, heridas de guerra y puñaladas traperas fratricidas
Aunque en España se estrena con el título ‘El último rey’, en la traducción del original, ‘Birkebeiner’, se pierde a los verdaderos protagonistas de la película, los guerreros ‘birkebeiner’ que con pocos medios a su alcance y mucha fuerza bruta se rebelaron contra las clases privilegiadas de la Noruega guerracivilista y que, bajo un código de fidelidad y sacrificio para con su monarca, protegieron con su vida al bebé bastardo y aseguraron su trono, escondidos entre campesinos y afines. El director Nils Gaup, cuyo ‘El guía en el desfiladero‘ (1987) consiguió una nominación al óscar, pasa muy por encima de la lucha social e ‘interestamental’ que enfrentaba a los ‘birkebeiner’ y los ‘blager’, aunque sí le dedica una especial atención a la Iglesia, presentando al obispo como un hombre maquiavélico, dispuesto a cualquier cosa por expandir y acrecentar su poder. «El Señor es eternamente compasivo, pero pide sacrificios«, se excusa.
Gaup consigue un retrato interesante y bastante verosímil de una época en la que para el campesinado, entre las guerras y un clima asolador en el que no crecía ni una mala hierba, la supervivencia debía de ser una lotería. Sin embargo, el realizador noruego ensalza las cualidades de unos protagonistas que, sobre todas las cosas, valoran la camaradería, la confianza, la valentía y la lucha por el bien común. «Moriremos, pero nuestro legado continúa», advierte Torstein —Kristofer Hivju, el salvaje pelirrojo Tormund de ‘Juego de tronos’— en medio de una refriega. Para ellos, es más importante la libertad que la propia vida.
Y con una base histórica ideal para la acción y el drama, Gaup no consigue salir de la simple corrección, ni por arriba ni por abajoGaup presenta una reconstrucción bastante creíble de la vida en los parajes escandinavos tan bellos como inhóspitos: pequeñas cabañas de madera aisladas entre los bosques, la necesidad de derretir hielo en el fuego simplemente para conseguir agua, la dificultad para desplazarse de un lado a otro a través de la nieve —lo que conlleva una falta de comunicaciones y de permeabilidad entre unas zonas y otras— y la importancia de la colectividad en una sociedad en la que permanece establecida la ley del más fuerte.
Y con una base histórica ideal para la acción y el drama, Gaup no consigue salir de la simple corrección, ni por arriba ni por abajo. La elección del plano fijo, de un montaje calmo y clásico, encorseta una narración que exige que la brutalidad, el metal y lo telúrico trasciendan más allá de la historia, que la sangre empape la forma. Una puesta en escena que obvia el detalle y se mantiene en todo el metraje a medio camino provoca un alejamiento de la piel, de la carne, de la fuerza bruta y queda relegada a una especie de grisura. Falta sensación de peligro. De irreversibilidad. De épica. El espectador pide más. Los personajes piden más. La historia pide más.
También es interesante —y muy proclive al chiste, aunque no está del todo explotado— el contraste entre dos guerreros vikingos a los que se les conmina el cuidado de un bebé, y que se tienen que enfrentar por un lado a combates a muerte mientras cargan con el pequeño Haakon en un petate y a evitar que el heredero muera por congelación —o por una mala caída de los esquís medievales— y por otro a entretenerlo con monerías y rudimentarios juguetes de madera. Además, Gaup no acaba de profundizar en los dramas que impulsan a los protagonista, además de a su labor histórica, a una venganza personal: Skjervald —Jakob Oftebro, quien debería dar vida en alguna otra ocasión al primer rey de Noruega, Harald Cabellera Hermosa— no profundiza en la tragedia personal que conlleva enfrentarse a los ‘blager’.
También es interesante —y muy proclive al chiste, aunque no está del todo explotado— el contraste entre dos guerreros vikingos a los que se les conmina el cuidado de un bebé
Aunque la elección del contraste de color —los interiores acogedores en tonos crudos y terrosos, el exterior y el territorio enemigo en tonos fríos y mortuorios— y la hegemonía de la luz natural o naturalista —ya sea a través de velas o de luz exterior— sobre una fotografía más convencional es valiente y acertada, Gaup no consigue terminar de explotar las texturas, donde las pieles, la madera, el metal y los rostros curtidos hubiesen sido una mina. Prefiere quedarse en una zona intermedia de confort y no pasarse de arriesgado. A lo que se añade una resolución demasiado poco vistosa después de la epopeya en la que se basa el guion.
‘El último rey’ —o ‘Birkebeiner— es un drama épico con una épica a medio gas y que, aunque cae en el clasicismo y en la falta de osadía, retrata un momento de la historia interesante y probablemente desconocido para el común de los mortales fuera de las fronteras nórdicas, sin olvidar la aventura, la acción e incluso el humor. Sin embargo, personalmente, sorprende que Gaup haya obviado un episodio de la historia tan elocuente como el que sigue: en la Noruega medieval, era costumbre recurrir a la ordalía para declarar la culpabilidad o la inocencia de un enjuiciado. La prueba consistía en sobrevivir a torturas con agua, fuego o hierros candentes; si el enjuiciado no moría, se probaba su inocencia. Cuando a Margarita Eriksdotter la acusaron de haber envenenado a su hijastro Haakon, la antigua reina decidió someterse a la ordalía para demostrar su inocencia. Eso sí, le permitieron escoger un sirviente para que pasase la prueba por ella. El sirviente se ahogó, por supuesto, y Margarita simplemente volvió a su Suecia natal.
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Fuente: elconfidencial.com