César Vidal*El caso Chae Chan Ping versus United States es de una claridad meridiana a la hora de contemplar los precedentes jurisprudenciales en Estados Unidos para el tema de la inmigración.En 1888, un chino llamado Chae Chan Ping llegó a San Francisco procedente de Hong Kong. Chae Chan Ping había trabajado durante unos años en Estados Unidos y entonces había decidido regresar a su país natal para ver a su familia por espacio de unos meses. En teoría, no debería haber encontrado dificultades para entrar de nuevo en territorio norteamericano, pero la normativa sobre inmigración se modificó en el tiempo que estuvo en China y ahora las autoridades le informaron de que se le negaba la entrada en el país. Chae recurrió a la proverbialmente independiente justicia norteamericana para poder a reiniciar su vida en Estados Unidos y su decisión tuvo como como resultado directo que se iniciara un proceso que concluyó en el Tribunal supremo y se convirtió en histórico. La sentencia dictada en el caso Chae Chan Ping vs. United States afirmó, en primer lugar, la legitimidad de los cambios introducidos en los términos de los convenios internacionales sustituidos por nuevos tratados. Chae no podía apelar a un acuerdo chino-americano anterior porque había sido derogado en favor de otro posterior. Por supuesto, el tratado tenía vigencia en lo que a ese tiempo pasado se refería, pero carecía de ella tras haberse suscrito el nuevo acuerdo. En segundo lugar, la resolución judicial subrayó que un tribunal tenía autoridad para aplicar la ley, pero no para modificar las decisiones que en política de inmigración adoptaran el poder legislativo o el ejecutivo. El juez debe aplicar la legalidad vigente, pero no puede ir en contra de normas legalmente promulgadas. Finalmente – y esto resulta de especial relevancia – el Tribunal supremo señaló que un estado es soberano entre otras razones porque controla sus fronteras y porque puede aceptar o impedir la inmigración extranjera que entre o pretenda entrar en su seno. Si un estado no es capaz de controlar quien pasa por sus límites ni tampoco puede fijar los términos de la inmigración, ese estado ha dejado de ser plenamente soberano. Por supuesto, según señala la sentencia, Estados Unidos, como nación soberana, tenía el derecho de limitar la entrada o negársela a los inmigrantes chinos o a cualquier otro. El caso Chae Chan Ping versus United States es de una claridad meridiana a la hora de contemplar los precedentes jurisprudenciales en Estados Unidos para el tema de la inmigración. Por si solo – pero no es el único precedente en ese sentido – debería bastar para zanjar la controversia relativa a las medidas adoptadas por Trump en relación con la gente procedente de determinadas naciones. En contra de lo que algunos pretenden, Estados Unidos – al igual que otras naciones como Cuba – siempre fue cuidadoso con la gente a la que dejaba entrar en su territorio. Prefirió, por regla general, a nórdicos y protestantes aunque, con el tiempo, abriera también sus puertas a irlandeses católicos y a judíos para luego permitir la entrada de europeos orientales o de italianos. Sólo en los años sesenta, decidió colocar en un pie de igualdad a los inmigrantes de naciones hispanoamericanas, en parte, como señal de buena voluntad cuando desde La Habana se pretendía encender la llama de la revolución y, en parte, para eludir las acusaciones de racismo en una época especialmente delicada. Sin embargo, esa ampliación – relativamente reciente en términos históricos – no debería cerrar nuestros ojos ante dos circunstancias especialmente importantes. La primera es que tanto la concesión del estatuto de refugiado como el de residente es una competencia del estado soberano y no puede ser forzada por la ideología, la moda o la conveniencia de otras instancias. A menos, claro está, que ese estado haya decidido extinguirse sin mucha tardanza, sus gobernantes tienen la obligación de mantener sus fronteras controladas y futuras porque la Historia nos dice que cuando esas fronteras no existen, el estado también dejará de existir. La segunda es que el estado soberano debe también cuidar de no dañar los intereses de sus actuales pobladores y de no lesionar su cultura peculiar. En una época de creciente globalización – en algunos aspectos, admirable; en otros, sobrecogedora – no podemos olvidar que todas las naciones tienen derecho a preservar su identidad cultural y que ésta puede desaparecer si, finalmente, aunque continúe el mismo paisaje ha variado dramáticamente el paisanaje. Las medidas adoptadas al respecto – sobre cuyo contenido concreto es legítimo discutir – más que una amenaza contra las libertades seguramente constituyen una garantía y un valladar para su futura supervivencia. Claro que también es posible que haya quien quien prefiera que el país al que llega en busca de una vida mejor acabe asemejándose a aquel del que ahora huye.*Historiador españolInteramerican Institute for Democracy – Miami