¿Justicia o persecución?

justicia En su afán por controlar y manipular a la opinión pública, el gobierno nacional ejerce una presión sobre la Justicia que contradice la esencia misma de la República, toda vez que los jueces deben actuar siempre con imparcialidad e independencia, sin someterse a los designios ni a las deleznables interferencias del Poder Ejecutivo.

Lo que ha estado y continúa ocurriendo con algunos procesos judiciales en nuestro país, como los casos audazmente emprendidos contra algunos empresarios rurales o contra Shell, Papel Prensa, Fibertel o, más recientemente, el grupo Techint, sugiere que el momento es propicio para recordar que cuando, al terminar la Segunda Guerra Mundial, los aliados comenzaron a organizar el histórico Tribunal de Nuremberg, se pusieron en evidencia dos visiones muy diferentes acerca de cómo debía operar y cuál debía ser su cometido institucional en la búsqueda de administrar justicia.

Para el principal representante soviético en esas conversaciones, el general Nikitchenko, en ese momento vicepresidente de la Corte Suprema de la Unión Soviética, el tribunal debía simplemente "determinar la medida de la responsabilidad de cada persona en particular y establecer el castigo necesario". Es lo que sucede todavía en Cuba y en otros países autoritarios, en los que el papel del Poder Judicial es el de un mero agente de quien ocupa el Poder Ejecutivo. Presumía aquel general, desde el comienzo, que todos los que resultaran convocados a comparecer ante el tribunal para ser juzgados eran inexorablemente criminales.



Esta visión, de naturaleza profundamente totalitaria, supone que la justicia es apenas la ejecutora de la voluntad del poder político, al que debe estarle siempre subordinada de manera sumisa.

La concepción soviética apuntada tiene un llamativo paralelo con la visión de aquellos que, entre nosotros, se refieren constantemente a la necesidad de que existan "juicio y castigo". De hecho, así rezan los carteles y las consignas de algunas de las más conocidas organizaciones de derechos humanos en nuestro país. Como si la mera iniciación de un proceso debiera necesariamente terminar en la culpabilidad de los acusados, sin que exista, siquiera, en su favor la presunción de inocencia consagrada en nuestra Constitución Nacional. Como si el acusador fuera, a la vez, juez.

En cambio, para el principal representante de los Estados Unidos en esas mismas conversaciones, el jurista Robert H. Jackson, las cosas eran ciertamente muy diferentes. Su postura se sintetizó en una conocida frase: "No se puede someter a juicio a ningún hombre si no se está dispuesto a dejarlo en libertad si no se comprueba su culpabilidad. Si queremos una política que consista en tirar contra los alemanes, que sea así. Pero no escondamos los hechos detrás de un tribunal".

La historia confirma que la actuación del tribunal que en su momento investigó las escalofriantes atrocidades de los nazis se edificó sustancialmente sobre el principio de la independencia y de la imparcialidad.

Más allá de las presiones de distinto tipo y hasta de las intimidaciones, cabe esperar que nuestros jueces mantengan, en todas las circunstancias, una actitud real de imparcialidad e independencia, sin la cual se derrumbarían los equilibrios y contrapesos republicanos de nuestra Constitución, al tiempo que los argentinos quedaríamos enteramente a merced de la arbitrariedad de un poder que, en su perverso accionar, desgraciadamente no reconoce fronteras de ningún tipo.

Editorial – La Nación, Buenos Aires