Federico Quevedo
Prohibir el déficit por ley, aún más, hacerlo en la propia Constitución –lo cual exige que para cambiarlo haya una mayoría de tres quintos–, es probablemente el último golpe que la propia crisis económica le asesta a la izquierda. El debate sobre el déficit es de las pocas cosas que todavía hoy diferencian a izquierda socialdemócrata y derecha liberal, pero ese debate muere a manos de una reforma de la Constitución que directamente sentencia a muerte la posibilidad de que las administraciones públicas puedan recurrir al déficit y al endeudamiento, aunque es verdad que a última hora se ha evitado el cifrar ese límite, pero también lo es que se deja en manos de la UE la cifra, y ya sabemos que en ese aspecto la ortodoxia comunitaria es férrea.
En el debate sobre quiénes son los culpables de la crisis, unos y otros se han tirado los trastos a la cabeza, y probablemente las responsabilidades haya que repartirlas por igual: ni los excesos del capitalismo han sido buenos, ni tampoco lo han sido los desmanes regulatorios y la obsesión por el gasto público. Eso que alguna vez hemos llamado capitalismo-socialdemócrata, o socialismo de mercado, no ha funcionado bien, o mejor dicho, ha funcionado fatal y nos ha llevado a la situación en la que estamos y nos obliga a replantear de nuevo los modelos económicos porque tal y como se están haciendo las cosas en lugar de poner remedio a la situación lo que estamos haciendo es empeorarla, y eso es exactamente lo que están descontando los mercados en este fatídico mes de agosto en el que las bolsas se han hundido sin remisión.
Todo está entredicho, pero por alguna razón es la izquierda la que más está sufriendo el efecto de este replanteamiento, quizás porque para ella es mucho más difícil aceptar errores y, sobre todo, avanzar en las reformas necesarias para intentar salir de este pozo en el que se ha sumido nuestra economía. El final de la historia es bien simple: la izquierda se hunde porque no ha sabido dar respuesta a los problemas que ella misma ha contribuido a crear, y ahora se ve obligada a adoptar medidas que chocan frontalmente con su ideario.
No tomen esto como una crítica, porque simplemente pretendo hacer un análisis de situación, y a la vista del enconado debate interno que la reforma constitucional ha provocado en el seno del Partido Socialista, cada vez es más evidente, más claro, que después de las elecciones generales la izquierda española, toda la izquierda, debería llevar a cabo una profunda reflexión sobre su futuro y sobre los hechos que la han conducido a la situación de pérdida de poder real que está sufriendo.
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¿Significa esto el final de la socialdemocracia? No tiene por qué, pero a lo mejor significa que la socialdemocracia tiene que dar nuevos pasos en pro de la apertura a un modelo económico no basado en el keynesianismo y sí en una mayor apuesta por la libertad económica y la menor presencia del Estado en la sociedad. Liberalismo social, dicho de otro modo.
Es verdad que ese camino a la inversa ya lo ha recorrido la derecha, y que es probable que si la izquierda lo recorre ambas se acaben encontrando en un terreno muy parecido, y entonces las diferencias entre unos y otros tenderán a ser más de modelos de gestión que de contenido ideológico como ha venido ocurriendo hasta ahora.
La otra opción es que la izquierda se radicalice en su discurso, como ha venido haciendo en estas últimas dos legislaturas, pero en mi opinión eso solo contribuiría a alejarla cada vez más de unos modelos sociales que parecen decantarse por la apuesta por la libertad frente al discurso de la igualdad. Es evidente que no podemos vivir como habíamos vivido hasta ahora, ni en el ayuntamiento más humilde, ni en el país más rico del mundo. No es posible mantener los estados del bienestar de la manera en que lo estábamos haciendo, ni podemos tener administraciones faraónicas que además duplicaban y triplicaban competencias. Hay que replantearlo todo, buscar nuevos modelos de financiación y acostumbrarnos a que no podemos ser tan aparentemente ricos como creíamos que éramos.
Esto no significa el fin del estado del bienestar, sino una reforma de la manera en la que lo sufragamos, y si no aceptamos ese debate y comprendemos que ya nada va a ser igual a como lo conocimos hasta ahora, los políticos se estarán engañando a sí mismos y estarán engañando a los ciudadanos. Y esto le va a costar a la izquierda unas elecciones, pero probablemente sea lo mejor que pueda pasar para introducir un poco de sensatez sentido común en el debate político nacional.
El Confidencial – Madrid