Seducción aristocrática

Enrique Fernández García

FERNANDEZGARCIA A Martín le trastorna que no haya un rigor en la clasificación de los valores intelectuales, una ordenada lista de cerebros.

Camilo José Cela



El prestigio de la democracia es reciente, pero también discutible. Aunque los críticos que ha tenido no conocieron la fatiga, el paso del tiempo permitió su consagración. Pese a tratarse de una invención antigua, surgida en Grecia y desarrollada por los romanos, el encumbramiento no se dio sino hasta hace pocos siglos. Los varapalos de Nietzsche no fueron útiles para destrozar sus atractivos. Popularizada la idea de que, cuando coinciden con sus semejantes, los hombres toman mejores decisiones que al hacerlo solos, casi todos encuentran comprensible su patrocinio. Actualmente, no se objeta que, al menos entre quienes apuestan por el proyecto de la civilización occidental, ese sistema sea defendible. No interesan las fórmulas colectivistas que, a título de autenticidad, utilizaron su nombre para legitimar una dictadura. Tampoco mancilla su reputación que criaturas con espíritu napoleónico hayan empleado sus instrumentos, extenuándolos hasta restarle credibilidad, para devorar el poder. Lo innegable es que esa forma gubernamental sigue siendo aceptable cuando se piensa en la organización del Estado.

Aun cuando, desde la óptica del liberalismo, amparar un orden democrático sea una tarea que debe asumirse con seriedad, esa obra dista mucho de ser perfecta. Soberbiamente, Marco Aurelio Denegri ha planteado que, si hay suerte en el futuro, tal vez pueda volverse realidad todo lo relacionado con ese producto cultural; ahora, por desgracia, es sólo algo deficiente. Las condiciones para un funcionamiento que sea óptimo exigen demasiado al ciudadano corriente, ese tipo de sujeto reacio a cualquier conexión con la crítica. Sin embargo, para la sucesión de gobernantes, no se ha ideado un mecanismo más adecuado que aquél. Por esta razón, puede sostenerse que su mantenimiento en el terreno de lo político es aconsejable. En relación con su expansión a otros campos, el juicio cambia, pues esa predilección por la opinión mayoritaria puede ser perniciosa. A veces, el parecer de una sola persona es lo único que nos salva del desastre.

Así como hallamos hombres mediocres, negados e imbéciles, nos topamos con seres humanos que tienen una calidad superior al común de los mortales. No me refiero a una jerarquía que haya sido establecida por la naturaleza; pienso en diferencias ligadas al raciocinio, el talento, los buenos modales y las ansias de conseguir más triunfos. Siguiendo esta línea, es factible hablar de mejores personas. Atendiendo a su índole conceptual, estos ejemplares tienen una condición que puede ser calificada de aristocrática. Recordemos que, si bien, cuando se usa este adjetivo, uno acostumbra imaginar títulos nobiliarios, además de otras boberías, la palabra cuenta con respetables connotaciones fuera del ambiente donde se palpa el poder público. Por ende, aristocracia podría ser entendida como una forma de vida que se resiste a la vulgaridad, verdadero cáncer contemporáneo, en sus diferentes manifestaciones. En resumen, quienes se reconocen como sus partidarios tienen el afán de crecer individualmente, lo que beneficiaría asimismo a los demás.

La categorización de los individuos debe ser aplaudida sin temor ni vergüenza. Solamente los sujetos que, adictos al parloteo posmoderno, apoyan las tonterías del relativismo niegan la existencia de niveles altos y bajos. Por doquier, sin importar su oficio, uno puede hallar gente que no se siente a gusto con el estancamiento. Es incontestable que, por comodidad, numerosas personas quieren un mundo en el cual no haya estratificaciones. En mi criterio, si nadie puede aspirar a dejar las cavernas de la ordinariez, tanto espiritual como mental, esta especie merecería el aniquilamiento. Los hombres pueden alcanzar estadios superiores, dejando constancia de que su evolución es posible mientras respiren. Cuando alguien elige tomar esa senda, justifica que su palabra sea escuchada. Por supuesto, los que pertenecieran a ese linaje deberían ser convocados para empujar al prójimo hacia un digno destino.