Las mujeres bolivianas en la defensa del Litoral; informe del patriota Ladislao Cabrera

La Niña Gallo, mujer que no conocía el miedo, la Thejti Melena y La Bombonera, hija de la vendedora de chocolates en la plaza Murillo. Un oficial cochabambino en la Guerra del Pacífico. Cochabamba se reponía de una hambruna y del paludismo.

Las mujeres en la defensa del Litoral

Eran madres, parejas, hermanas’. La Niña Gallo, mujer que no conocía el miedo, la Thejti Melena y La Bombonera, hija de la vendedora de chocolates en la plaza Murillo.

image Una “rabona” suplica que no se remate a un soldado boliviano.



Al lado de los heroicos soldados bolivianos que participaron en la Guerra del Pacífico estuvieron las “rabonas”. Eran sus madres, parejas, esposas, hermanas e hijas que acompañaron a sus seres amados en la defensa de la patria, haciendo del drama de la guerra un escaparate para virtudes como la fortaleza, sacrificio y amor.

Ayudaban durante los combates repartiendo agua y municiones, socorriendo y aliviando a los heridos e, incluso, empuñando el fusil y luchando.

Algunas tenían apodos que sobrevivieron a la historia, como la Niña Gallo, mujer que no conocía el miedo; la Thejti Melena, que tenía el cabello hasta los hombros, y la Bombonera, hija de la mujer que vendía chocolates en la esquina de la plaza Murillo de la ciudad de La Paz.

También destaca Ignacia Zeballos, la primera enfermera que llevó un brazalete de la Cruz Roja Boliviana. Vestida con el uniforme militar de su difunto esposo, el teniente Blanco, se enlistó en las filas del Batallón Colorados y partió rumbo a Tacna, bajo el asombro y el aplauso de los vecinos de La Paz. Al llegar se incorporó como enfermera y participó en las expediciones de las tropas de Bolivia y Perú. Durante las batallas socorrió y curó a los soldados heridos, evitando el “repaso” o “degüello”, acción de los soldados chilenos para rematar a los heridos.

Otra de las voluntarias destacadas fue Andrea Bilbao. Según la Historia de la Cruz Roja Boliviana, a sus 16 años se ofreció como voluntaria para sumarse al cuerpo de enfermeras del ejército boliviano, pese a la muerte de su padre en batalla.

El 26 de mayo de 1880, Ignacia Zeballos relataba su paso por la devastadora experiencia: “Al día siguiente me dirigí al lugar donde fue la batalla, llevando carne, pan y cuatro cargas de agua, acompañada de dos sanitarios (‘) el cuadro no sólo era de mortandad, tenía un elemento vivo. Pero mucho más triste que la figura de los muertos, mujeres vestidas con mantas y polleras descoloridas, algunas cargando una criatura en la espalda o llevando un niño de la mano, circulaban entre los cadáveres; encorvadas buscando al esposo, al amante y quizás al hijo que no volvió a Tacna. Guiadas por el color de las chaquetas, daban vueltas a los restos humanos y cuando reconocían al que buscaban, caían de rodillas a su lado, abatidas por el dolor al comprobar que el ser querido al que habían seguido a través de tantas vicisitudes, tanto esfuerzo y sacrificio, había terminado su vida allí, en una pampa maldita, de una manera tan cruel, desfigurado por el proyectil polvoriento y ensangrentado, convertido en un miserable pingajo de carne pálida y fría que comenzaba a descomponerse bajo un sol sin piedad y un cielo inmisericorde, ¡Oh Rabona boliviana, tan heroica como los guerreros yacentes! La más anónima de los héroes anónimas”.

El informe del patriota Ladislao Cabrera

La defensa de Calama del 23 de marzo de 1879. Según el héroe del Pacífico, “los chilenos arribaron con las armas más perfeccionadas por su precisión y alcance” y con 1.500 soldados.

image Soldados bolivianos durante la batalla del Pacífico.

Ladislao Cabrera, como jefe de las Fuerzas de Caracoles y Atacama, remitió un informe sobre la intromisión chilena y defensa de Calama al presidente Hilarión Daza el 27 de marzo de 1879. El informe fue publicado por el periódico El Industrial de Chuquisaca en 1879.

Cabrera dio parte a las autoridades nacionales. “…Al Supremo Jefe del Estado por conducto del señor Ministro de Guerra, del combate que en la mañana del 23 tuvo lugar en Calama, entre el ejército de Chile en número de 1.400 a 1.500 hombres y los pocos ciudadanos que defendían la integridad del territorio nacional; combate que dio por resultado la ocupación de aquella importante plaza por las fuerzas de Chile”.

Según el informe, los chilenos arribaron al lugar “con las armas más perfeccionadas por su precisión y alcance, con 11 piezas de artillería de montaña y dos ametralladoras en la madrugada del día 23, empezó a descender rápidamente por la quebrada principal que de Calama conduce a Caracoles. En ese ejército se notaba también un cuerpo de caballería”.

El ejército boliviano, improvisado por la circunstancia, contaba “sólo de 135 hombres, entre jefes, oficiales y soldados, se hallaba situado entre el camino de Chiu Chiu y el puente de Topáter, a una altura como de 100 pies sobre el nivel de esto, y por consiguiente en estado de observar los movimientos del enemigo, de los cuales dependía la defensa de la plaza”.

“En homenaje a la justicia y en honra a los bolivianos, declaro señor Ministro que en esos solemnes momentos no vi palidecer a ninguno de los que se hallaban en el campamento”, escribió Cabrera, quien se encontraba por el río Loa, en el campamento Yalquincha, cerca de Topáter . A tres millas estaba Carvajal en otro puente, ambos fueron destruidos para frenar a avance chileno.

“A 8 h. a.m. más o menos el ejército enemigo y a distancia como de tres millas de nuestras posiciones, se situó en unas colinas que se hallan sobre el camino de Caracoles y desde allí desprendió algunas columnas ligeras que avanzaron sobre el río que nos separaba, siendo, al parecer, su principal punto de ataque el puente de Topáter”.

Ante esa situación, “…me dirijo al coronel Fidel Lara y le ordeno que baje inmediatamente. Mi orden es contestada por entusiastas vítores a Bolivia, al Presidente de la República que jamás olvidaré. Yo también bajo al mismo lugar a señalar su puesto a la valiente columna que mandará el coronel Lara. Lleve también con esa columna doce rifleros al mando de su segundo jefe Don Eduardo Abaroa”, continúa el parte.

“…Separé de la fuerza del coronel Lara quince hombres de tropa, cinco oficiales armados de rifles y cuatro de los rifleros de los doce de que hago mención, y a mando del teniente coronel Emilio Delgadillo los conduje a defender un vado del Loa llamado de la Huaita, un poco al norte del puente Carvajal. Cuando llegué a este último punto, ya 25 hombres o 30 hombres de a caballo de las fuerzas enemigas habían pasado dicho vado y colocándose en unas murallas de adobe. Entre esta muralla y un pilón de pasto seco que nos ocultaba y dividía no había sino la distancia de diez metros a lo más. Pude colocar convenientemente a los 24 hombres que llevé con TC Delgadillo, los cuales rompieron el fuego con tal certeza que quedaron nueve cadáveres en los primeros tiros; los sobrevivientes repasaron el vado en precipitada fuga y algunos de éstos quedaron en las aguas del río. Fue allí que se tomaron diez rifles, una espada y un caballo”.

Posteriormente, cerca al puente Topáter el enemigo había formado un semicírculo ante la posición del ejército boliviano, lo que generó un intenso combate, con la movilización de rifleros se logró rechazar a los “numerosos enemigos” en todos los puntos de ataque por más de cuatro veces.

“Cuando se veía dar media vuelta hasta a los tiradores de a caballo y refugiarse en las colinas del camino a Caracoles de que he hablado antes, me hacía una ilusión de creer que el patriotismo y el valor de mis compañeros sobrepondrían a todas las ventajas del número y de las armas de precisión.

Desgraciadamente todo rechazo atraía mayor número de enemigos, y como era tenaz la resistencia fue redoblado cada nuevo ataque. Columnas cerradas venían en protección de las rechazadas”. “Desde ese momento los tres puntos defendidos, Yalquincha, Topáter y vado de la Huaita no sólo eran imponentes, sino espantosos para quienes no han podido oír el retumbar del cañón, el estallido de las bombas de incendio y el ruido de las balas de rifle”, narra Cabrera.

“En esta situación se me dice que otro puente a distancia de dos millas del de Carvajal, al sur: esto es Chunchuri, estaba ocupado por fuerzas enemigas (…) El coronel Lara se había retirado quemando su último cartucho”.

“En cuanto a las pérdidas (…) las del enemigo son ingentes relativamente; todas las personas que salieron de Calama después que nosotros aseguran uniformemente que pasan de 100 los muertos en los tres puntos atacados”.

“Nada se sabe del teniente coronel Delgadillo ni del segundo jefe de rifleros Eduardo Abaroa; sin embargo, respecto del segundo se dice que fue fusilado después de prisionero”, narra el informe.

“El ejército enemigo en el combate del 23 hizo uso de todas sus armas, hasta de las bombas de incendio que en los depósitos de pasto seco han hallado cómodo combustible. Cuando las bombas no producían el efecto deseado por él, ponían fuego a los cercos de los alfares. El aspecto que Calama presentaba en nuestra retirada era el de una hoguera espantosa”.

“Así terminó aquel combate sin igual en la historia moderna; 135 mal armados defendiendo una línea de más de tres millas contra un ejército compuesto de 1.500 hombres con las mejores armas que se conocen (…)”.

“Al terminar esta exposición es mi deber hacer conocer a la Nación y al Supremo Gobierno, el comportamiento heroico de todos los jefes, oficiales y tropa que rechazaron en la mañana del 23 al ejército chileno (…)”. Ladislao Cabrera.

Un oficial cochabambino en la Guerra del Pacífico

Cochabamba se reponía de una hambruna y del paludismo.

Manuel Claros García, abogado y oriundo de Aiquile, encabezó la tropa cochabambina, junto a los batallones Aroma, de vecinos de la capital, Viedma de cliceños y punateños.

imageSoldados bolivianos que participaron en la batalla.

El anuncio de la ocupación chilena a Antofagasta el 14 de febrero de 1879 llegó a Cochabamba, que apenas se reponía de una desastrosa combinación paludismo y hambruna que la azotó desde el año precedente. La sequía redujo las cosechas y elevó los precios de los alimentos. La gente, la más pobre debilitada por el hambre, moría por cientos en las calles. Se multiplicaron las protestas callejeras y los saqueos de trojes de cereales, al grito de “Pan barato”.

En ese clima, el 28 de febrero se reunió un comicio ciudadano en el colegio Sucre de la capital del departamento, al que concurrió la “clase decente” y algunos artesanos. Rechazó “la actitud amenazante del Gobierno chileno”. Los indígenas, situación propia del carácter excluyente de la sociedad oligárquica, no fueron convocados al acto de repudio; simplemente se consideró que no pertenecían a la patria en peligro.

El Diario de Guerra, de Manuel Claros García, abogado graduado en la Universidad de Chuquisaca y hacendado oriundo de Aiquile, es una fuente descriptiva de primera mano. Permite establecer que en las provincias, a inicios de abril, se conformaron también grupos de Guardia Civil para marchar en “defensa de la patria”. No pasaban de un grupo de voluntarios, cada uno de los cuales debía contar con su propio caballo y arma. Una estructura similar a la milicia colonial y muy distante al fogueado y profesional Ejército del que disponía Chile.

Claros, oficial del Escuadrón Junín, partió de Aiquile a Cochabamba el 10 de abril. De allí se enrumbó con la tropa junto a los batallones “Aroma”, de vecinos de la capital, el “Viedma” de cliceños y punateños y el “Padilla” de tarateños. Más adelante se sumarían los oriundos de Valle Bajo y Tapacarí, para agruparse en la IV División. La conformación por distritos y provincias da cuenta de la frágil unidad y la permanencia de clivajes y fragmentaciones localistas que cruzaban las armas cochabambinas (y bolivianas) que impidieron la alineación de la tropa bajo un mando único.

Sufriendo hambre y sed la columna cochabambina arribó a Oruro el 28 de abril y el 3 de mayo nuevamente desprovistos de víveres y vestimenta adecuada partieron hacia la costa peruana, considerado el teatro de operaciones. El 21 fue un día negro para los cochabambinos, pues se enteraron del hundimiento del buque peruano Independencia, que tras encallar en un banco de arena fue volado por su propia tripulación para evitar que cayera en manos chilenas.

El 30 de mayo, a 27 días de su partida de Oruro -lo que da una idea de las dificultades logísticas prevalecientes- ingresaron a Tacna, donde fueron bien recibidos. La vida en la población, por lo menos para los oficiales fue, en medio de las circunstancias bélicas, relativamente placentera. Contaban con buena alimentación y acceso al agua, pieza vital para la supervivencia, la que adquirían embotellada, mientras los soldados debían beberla de la inmunda acequia que circundaba la población, de modo que las infecciones gastrointestinales eran frecuentes. La distribución de las vituallas permite al historiador constatar las diferencias sociales prevalecientes en la estructura armada boliviana, reflejo de sus profundas divisiones sociales prevalecientes en la Bolivia decimonónica.

Claros permanecía en esa vida algo monótona apenas salpicada por la noticias de la guerra, todavía lejana. El 8 de octubre supo de la captura del Huáscar, el buque insignia peruano, lo que dejó a Chile dominando los mares. El 2 de noviembre, por las trasmisiones telegráficas siguieron angustiados el combate de Pisagua, donde combatían tropas peruanas y bolivianas contra las fuerzas invasoras. Al día siguiente, el presidente Hilarión Daza ordenó que el ejército boliviano, aposentado en Tacna, marche rumbo a Camarones. La caminata, por razones aún discutidas, no prosperó y la tropa regresó a Tacna. Claros refiere que el retorno y la derrota de San Francisco el 19 de noviembre cambiaron la actitud hasta entonces amigable de la población tacneña. “Cobardes”, “infames” y “traidores” gritaban a los bolivianos en las calles y “se formaban reyertas por todas partes”.

Claros permaneció en Tacna -sin combatir- hasta el 2 de mayo de 1880, cuando lo trasladaron con su tropa a las polvorientas alturas que rodean la ciudad; el 8 se aposentaron en Pocolla, y luego a Tacna. La falta de agua los acosaba constantemente”. ¡Qué sed! y ¡qué polvareda!”

El 22, a las seis de la mañana, se dio inicio a la esperada batalla conocida como de “Alto de la Alianza”. Claros refiere que compró a una vivandera una sopa, un asado y empinó el resto del coñac que poseía pues, como el resto, se aprestaba a correr su suerte. El relato de la batalla que terminó con la participación bélica boliviana en la guerra es tratada en varias páginas por Claros.

Tras la derrota, como decenas de bolivianos, emprendió en retorno. El 9 de junio ingresó maltrecho a Oruro y el 21 a Tarata, Valle Alto cochabambino. El 1 de julio se hallaba “descansando hoy en el hogar doméstico, con la satisfacción de haber cumplido un deber, como hijo de Bolivia”.

Fuente: Página Siete, La Paz