La Rusia de Putin y los Juegos de Sochi: un nacionalismo enfrentado a Occidente

putinsochi Los Juegos Olímpicos de invierno, inaugurados en Sochi el 7 de febrero, llegan en un momento de satisfacciones para la política exterior rusa, que ha pretendido demostrar en los últimos tiempos que su diplomacia es mucho más que la diplomacia del gas. A Rusia no parecen preocuparle demasiado las críticas externas a su régimen en materia de democracia y de derechos humanos, mientras la opinión pública interna aplauda una política nacionalista basada en la recuperación del estatus de gran potencia mundial.

Apoteosis olímpica y terrorismo islamista

La celebración de unos Juegos Olímpicos sirve para la proyección de la imagen pública de un país, e incluso de escaparate de los supuestos logros de su gobierno. Sin embargo, en el caso concreto de los juegos de Sochi la repercusión mediática no pasa ni por la organización ni por las medallas sino por la seguridad. El terrorismo islamista, asentado en Chechenia o Daguestán, golpeó en Volgogrado en el pasado diciembre, queriendo transmitir el mensaje de que puede arruinar los fastos preparados por el gobierno de Putin.

Lo más curioso es que la reacción ante los atentados de algunos medios de comunicación en Occidente, en paralelo a las acciones de ONGs y activistas enfrentados a Moscú, es la inmediata crítica al gobierno ruso. Es el mismo planteamiento perverso del “ellos se lo han buscado” que respecto al terrorismo ha arraigado en otras latitudes. Esta actitud priva de visibilidad a las víctimas, reducidas a meras estadísticas, y limita la responsabilidad de los agresores, que parecen empujados a hacer lo que hacen en virtud de un extraño fatalismo. Los únicos culpables serían el militarismo y la corrupción que campean a sus anchas en la Rusia actual.



Habría que preguntarse por qué las críticas a los juegos de Sochi, espejo del país de Putin, tienen una mayor virulencia que las realizadas contra las olimpíadas de Pekín en el verano de 2008. Al descalificar el certamen de Sochi, se suelen esgrimir rebuscadas comparaciones con Hitler y los juegos de Berlín de 1936. Los símiles chirrían hasta el extremo al establecer paralelismos entre el holocausto judío y la discriminación a los homosexuales en Rusia. Sin embargo, descalificaciones de esta índole no fueron utilizadas al referirse a los juegos chinos.

A Pekín acudieron más de un centenar de jefes de Estado. En cambio, el primer ministro británico David Cameron adujo problemas de agenda para no ir a Sochi y el presidente alemán Joachim Gauck, desde su posición de personalidad política independiente, no tuvo reparos en afirmar que tampoco acudiría al evento olímpico por la situación de los derechos humanos en Rusia.

Occidente no se entiende con la Rusia nacionalista

Estas actitudes contribuyen a minar las posibilidades de una relación estratégica entre Europa y Rusia, estancada desde hace tiempo, lo que explica las indisimuladas preferencias de Moscú por las relaciones bilaterales en el ámbito económico. Lo cierto es que si los diplomáticos rusos intentaran convencer a los políticos europeos que el terrorismo islamista es una amenaza común ante la que hay que aunar fuerzas, se encontrarían con una respuesta marcada por la frialdad y con consideraciones que apelan a instrumentos jurídicos o a reformas políticas internas.

Este es uno de los muchos ejemplos del desencuentro y falta de entendimiento entre Occidente y Rusia. Tras el fin de la guerra fría, la tendencia de EE.UU. y Europa ha sido considerar a Rusia un país venido a menos, una sombra de lo que fue en la época soviética. Consideraron a Yeltsin como débil e inoperante, pero tampoco vieron con mejores ojos a Vladimir Putin, contemplado un mediocre ex miembro del KGB con grandes apetencias de poder. La Rusia de los inicios del siglo XXI refleja, por tanto, la imagen de un Estado todopoderoso, en contraste con una sociedad civil de reducidas dimensiones.

Rusia es un país en el que ha triunfado el capitalismo de Estado, lo que le restaría el necesario dinamismo económico en un mundo globalizado, y tiene además todas las características de un Estado dual, formalmente democrático y a la vez burocratizado y clientelar. Algunos analistas y políticos occidentales consideran que se ha perdido la oportunidad de transformar a Rusia en algo parecido a la Alemania posterior a la II Guerra Mundial. La República Federal Alemana supo dejar atrás un pasado autoritario para integrarse en las estructuras políticas, económicas y militares de Occidente. ¿Por qué Rusia no hizo lo mismo?

De vuelta en la historia

Este planteamiento no deja de ser simplista porque no tiene en cuenta la metahistoria rusa, su trayectoria secular y su geopolítica. De hecho, la popularidad de Putin radica en haber sabido transmitir a sus compatriotas que Rusia está de vuelta en la historia. El historicismo del presidente evoca el legado de Pedro el Grande, cuando modernización no equivalía a occidentalización, y es capaz de revestirse de un presidencialismo al estilo de De Gaulle con consignas de nacionalismo y democracia, con el matiz de que la democracia es “soberana” antes que liberal. Si por democracia hay que entender el gobierno de la mayoría, Putin está convencido de que la mayoría de los ciudadanos quieren el retorno de Rusia como gran potencia.

El concepto de gran potencia asume inevitablemente las glorias del pasado, con independencia de los regímenes políticos. De ahí que en una Rusia nacionalista no quepa plantearse el derribo de las estatuas de Stalin. Sobre este particular, Putin recordaba hace algún tiempo que los ingleses tampoco derribarían las estatuas de Cromwell. Pero los críticos occidentales poco entienden de nacionalismos. Si así fuera no deberían de sorprenderse si algunos opositores destacados como Aleksei Navalny hacen también profesión de fe nacionalista, lo que no es incompatible con discrepar con el gobierno de Putin.

Éxitos de la política exterior rusa

Con todo, suele afirmarse que Putin ha tratado de mejorar su imagen, en vísperas de la celebración de los juegos de Sochi, con medidas de gracia como la liberación del oligarca, Mijail Jodorkovsky, o de dos de las componentes del grupo punk Pussy Riot. Esas decisiones del presidente no permiten, sin embargo, atisbar ningún cambio de actitud en la naturaleza del régimen nacionalista ruso. Pese a los llamamientos previos de los gobiernos occidentales para la puesta en libertad de estos y otros detenidos, no es a la insistencia extranjera a la que deberían su liberación.

Quizás no sea casual que estas medidas lleguen tras tres grandes éxitos en política exterior de Putin: el asilo concedido a Edward Snowden, el acuerdo con EE.UU. sobre Siria para el control de las armas químicas de Asad y el rechazo del gobierno ucraniano a la firma de un acuerdo de asociación con la UE.

El Putin que ha sabido aprovechar la debilidad de sus adversarios americanos y europeos, puede enseñar ahora su lado magnánimo, algo más parecido al perdón de un zar que al reconocimiento de una arbitrariedad. Los éxitos de su diplomacia han pretendido demostrar que Rusia es mucho más que una gran potencia económica, cimentada sobre el petróleo y el gas.

El deterioro de las relaciones entre Europa y Rusia

No obstante, los éxitos de la diplomacia rusa se enfrentan a un progresivo deterioro de las relaciones de Moscú con la UE. A finales del pasado enero, Putin hizo una visita a Bruselas en un solo día y con una pequeña delegación, lo cual es indicativo de la frialdad de las relaciones. Esto viene de mucho antes de lo que Rusia llama interferencia europea en los asuntos de Ucrania, que conlleva que algunos socios europeos estén proponiendo sanciones contra Rusia, que difícilmente saldrán adelante a falta de la necesaria unanimidad.

Lo cierto es que parece desvanecerse el proyecto, presentado en 2005, de establecer cuatro espacios comunes entre Rusia y la UE relativos a la economía, la libertad y la justicia, la seguridad exterior, y la educación y la cultura. En cambio, Putin parece más interesado en constituir la Unión Euroasiática, con pretensiones de ser un interlocutor privilegiado de Europa. Pero el principal problema de esta organización naciente son los recelos de algunos de sus socios, como Bielorrusia y Kazajistán, sobre la cesión de soberanía económica, que a su vez conlleve soberanía política. El modelo de integración europeo, al que tampoco aspiran los países del nuevo club, difícilmente cuajaría en unos Estados que llevan pocos años de independencia.

Además la Unión Euroasiática no adquirirá una mínima entidad si Ucrania está ausente de ella. Sin embargo, la existencia de dos Ucranias, una pro-occidental y otra pro-rusa, aconseja una política de equilibrio entre Rusia y Europa. Los rusos no pueden creer que han ganado definitivamente la partida con conceder créditos a Ucrania y rebajar su factura del gas a corto plazo. Pero tampoco parece muy probable que la UE otorgue la suficiente credibilidad a la Unión Euroasiática, tanto por las desigualdades entre sus miembros como la previsible falta de cohesión interna.

Antonio R. Rubio

El Diario Exterior – Madrid