El caudillo y los acaudillados

Iván Arias DuránivanAriasEntre mis lecturas del anterior invierno tengo varias referidas al origen y mito de los caudillos. En esa búsqueda es imposible no referirse a Adolf Hitler. La pregunta central es: ¿porque los alemanes de la época amaban a Hitler? En 1925 Hitler tenía una cantidad asombrosa de fanáticos seguidores, que le ayudaron a difundir el culto al Führer. El partido nazi era una organización minoritaria que apenas había conseguido el 2,6% de los votos en las elecciones para el Reichstag.John Lukacs (2003) señala: «Sabemos que el paso más importante (del ascenso de Hitler al poder), literalmente un salto, fueron las elecciones al Reichstag en septiembre de 1930, en las que los nacionalsocialistas recibieron casi siete veces más votos que dos años antes; pasaron de menos de un 3% a casi un 19% del total de votos.(..) Algunos historiadores han señalado que durante su crucial ascenso, de 1930 a 1933, que coincidió con los peores años de la depresión, Hitler no tenía un programa económico definido; en otras palabras, su atractivo no era primordialmente económico.En su muy detallado análisis Los electores de Hitler (1991), Jürgen Falter llega a la conclusión de que el partido nazi representó un «movimiento colector de la protesta», que a partir de 1930 tenía más que cualquier otro partido el carácter de un «partido popular» muy estable. La enorme fortaleza de la organización partidaria del NSDAP y un clima adecuado en la prensa favorecieron los éxitos electorales de los nazis. El instrumento propagandístico más eficaz de los nazis lo constituía el «mito del caudillo”, que desencadenó una «reacción sociopsicológica en cadena” (Martin Broszat): al Führer le precedía una fama tan grandiosa que cualquiera que tuviera que vérselas con él -la elite del Estado, el Ejército, la economía, la cultura y la sociedad- sentía una reverente inclinación a aumentar ese nimbo.La creencia fanática de Hitler en su propia misión se trasladó a los alemanes. El Führer encarnaba sus esperanzas de un renacimiento nacional y una política de gran potencia consciente de sí misma. Tras la «toma del poder2, que fue más bien una cesión del poder a él, y tras la prohibición y autodisolución de todos los demás partidos, Hitler no sólo aparecía como líder de partido, sino como «canciller del pueblo” de una «comunidad popular”. Más que un partido único, sostiene Lukacs, lo que había en Alemania era el mito de Hitler. La masa del pueblo alemán admiraba y quizás incluso amaba a Hitler, mientras que no admiraba o amaba necesariamente al nacionalsocialismo y al partido.El pueblo alemán creía en Hitler. O bien depositaba su fe en él. Esto puede que no sea disculpable, pero era comprensible. Tuvo mucho que ver no sólo sus asombrosos éxitos, con el aumento del prestigio alemán en el mundo, sino también con la prosperidad nacional que logró poco después de su asunción del poder. «¡Este es el milagro de nuestro tiempo, que vosotros me hayáis encontrado […] entre tantos millones! ¡Y que yo os haya encontrado a vosotros es la suerte de Alemania!”. Así hablaba Adolf Hitler en el «Congreso del honor” del partido nazi, en septiembre de 1936, en el punto culminante de su poder. Por eso Kershaw se ha fijado el objetivo de plantear respecto a Hitler nuevas preguntas: «¿Cómo explicamos que un hombre con tan escasas dotes intelectuales y capacidades sociales […] [pudiera] desplegar un efecto histórico tan inmenso como para que el mundo entero contuviera la respiración?”.En su acertado estudio La cosmovisión de Hitler (1969), Eberhard Jäckel logra sacar a la luz de forma concluyente sus elementos centrales: la concepción naturalista, racista y sociodarwinista de la historia. Hitler nunca superó el nivel intelectual de un diletante. Para Hitler, en la historia reinaban las mismas leyes implacables que en la naturaleza: como cualquier especie animal, cada raza humana lucha por su conservación, multiplicación y expansión, y en el sentido de un socialdarwinismo vulgarizado vence el más fuerte, el más brutal y el que tiene menos escrúpulos. Esa consistencia fue producida por una subdivisión del mundo, dualista y maniquea, entre buenos y malos, entre el Bien y el Mal.Desde el principio Hitler cultivó su imagen de sencillo «hombre del pueblo», y dio a la gran mayoría de los alemanes la sensación de cuidar de su presente y su futuro, como una especie de padre supremo. En marzo, tropas alemanas habían ocupado Renania, desmilitarizada por el Tratado de Versalles, recuperando por la fuerza la soberanía nacional, y ese mismo mes el «Führer” había hecho confirmar plebiscitariamente su política mediante unas «elecciones” al Reichstag.Con una participación del 99% se registró oficialmente un 98,9% de votos afirmativos. Se aprobó el poder ilimitado, se le otorgó «para todo el futuro” el título de «caudillo y canciller del Reich” e hizo que todo el Ejército le jurara fidelidad absoluta. Hitler cabalgaba una ola de entusiasmo que, poco a poco, alcanzaba también a aquellos que se habían mostrado escépticos ante él.Entre 1933 y 1940 Hitler se convirtió en «el jefe de Estado más popular del mundo”, dice el historiador británico Ian Kershaw. Si no hubiese habido Holocausto, seguro que Hitler sería un héroe nacional con muchos detractores, como lo es hoy Napoleón. Pero el exterminio judío es demasiado fuerte como para olvidarlo. Sin embargo, lo que mejor ilustra el liderazgo desatinado de Hitler está en la Operación Barbarroja: la guerra contra la Unión Soviética. Se dice que el invierno ruso derrotó a los alemanes. No fue así: los alemanes fueron derrotados por la necedad de un hombre que impuso metas y plazos artificiales en la guerra contra los rusos. Hitler desestimó toda voz de sus generales de primer nivel que advirtieran en contra de sus decisiones, llegando hasta ordenar su ejecución (conforme se volvía más y más paranoico).Página Siete – La Paz