Al mes, diez niñas son salvadas de las garras de proxenetas en Santa Cruz

Un delito que la sociedad apenas comienza a condenar. Se calcula que hay más de 1.000 niñas y adolescentes explotadas. El cliente ilícito paga hasta $us 300 por la víctima.

El Deber, Santa Cruz, Bolivia

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Como cada noche, el 1 de abril C. salió de su casa antes de que su madre y sus tres hermanas mayores regresaran de trabajar en el mercado. Caminó hasta La Subidita, una rocola clandestina detrás del Parque Industrial, se sacó el jeans azul y la blusa blanca y se puso su uniforme: un vestido licra, blanco y corto. Así, ese miércoles C. comenzó a trabajar como ‘dama de compañía’.

El dueño del bar, Berthy Efraín A. C, le pagaba Bs 5 por cada chop de cerveza consumido por el ‘cliente’ y Bs 120 por ‘hacer pieza’. A su compañera de trabajo B. de 20 años, le pagaban el doble. C. no había cumplido los 15 años y a la medianoche, cuando la Policía irrumpió en La Subidita, descubrió que era víctima de explotación sexual comercial. Lo que más le preocupaba, lo que la hacía llorar con una tristeza profunda, era que su familia se enteraría de lo que había sabido ocultar por dos años.

Las familias de Robin J. y de René C. se enteraron por la tele de las andanzas de estos ganaderos cincuentones. El 20 de abril, cuando la tarde se volvía noche cerca del tercer anillo, René fue aprehendido cuando dejaba subir a M. una colegiala de 15 años, a su vagoneta blanca. En las oficinas de la Policía, M. reconoció a Robin J. y contó su historia. Primero se relacionó con René, que era el cortejo de una de sus amigas de gimnasio, de 13 años, a la que le pagaba todos sus gustos.

Luego convenció a R., su compañera en un colegio particular, para que juntas le pidan $us 200 a René C., que daría esa cifra “a cambio de nada”. Ahí entró Robin J., que entregó eso y Bs 200 más por un beso en la boca. Ellas gastaron el dinero comprando ropa en el mercado Mutualista.

Cuando Robin J. quiso cobrar el regalo, todo se volvió más difícil. Una tarde, M. y R. faltaron al colegio y Robin pasó a buscarlas en un auto color mostaza y las llevó a un motel. Ellas entraron con la cabeza agachada. Nadie les preguntó su edad. Arriba, en la suite, R. se resistió, vomitó y logró que la llevaran a casa, pese a que Robin ofrecía $us 1.000 por su virginidad. R. se asustó y contó todo a su madre, que sentó la denuncia. Ahora, Robin J. y René C. son procesados por abuso sexual y son investigados por trata de personas con fines de violencia sexual. M. es sospechosa de proxenetismo y se investiga si hay más víctimas de los estancieros.

En el infierno

Las historias de C., R. y M. no son extrañas en la sede de la Unidad de Víctimas Especiales. Cada mes, 10 denuncias son recibidas por Rosa Ribera y por su equipo de juristas. “Siempre es la madre, nunca la víctima la que llega a denunciar. Las niñas y adolescentes no se consideran víctimas”, cuenta Ribera.

En la Policía, en 2014 se registraron 103 delitos similares. Este año, hasta marzo, ya hay 15 denuncias. “El 100% de las víctimas de trata de personas en Santa Cruz son mujeres”, dice Melania Torrico, directora general de Lucha contra la Trata y Tráfico de Personas del Ministerio de Gobierno. Para ella, la situación en Santa Cruz de la Sierra es terrible, peor que en otras capitales del país, y señala que los hombres pagan entre $us 200 y 300 por mujeres hasta los 17 años y, por lo general, la víctima recibe una parte ínfima de esa suma.

Hay un estudio que avala lo que dice Torrico. Lo hizo la fundación Sepa, la que organiza la Bienal Infanto Juvenil. A través de un trabajo de campo, que cubrió el eje central más ciudades fronterizas, como Cobija, Guayaramerín y Yacuiba, logró determinar que en 2012 había 1.150 menores de edad sometidos a violencia sexual comercial en Santa Cruz; el doble que en Cochabamba, tres veces más que en La Paz y cinco veces más que El Alto. A través de entrevistas descubrieron que en algunos casos la explotación comenzó cuando tenían entre siete y nueve años, que un 20% tiene hijos o abortos antes de los 18 y que por lo general se trata de niñas, niños y adolescentes que buscan estrategias para sobrevivir, que tienen rechazo afectivo, que tienen historias de abuso sexual…

C es la víctima perfecta. Creció en un hogar donde un día su padre desapareció y a los 11 años fue violada por un vecino de 25 años llamado Julio B. Su familia presentó la denuncia, pero como no tenía tiempo ni dinero para exigir la aprehensión, Julio B. nunca fue investigado. C., que cursaba el cuarto de primaria, no volvió a clases. Se volvió parte de la pandilla BDR y a los 12 años fugó de su casa robándole Bs 300 a su madre. Cayó en la Villa 1º de Mayo, donde comenzó a trabajar como ‘dama de compañía’ en el bar El Galpón. Le pagaban hasta Bs 400 por noche trabajada y además se fue a vivir con la mujer que administraba el boliche.

Proxenetas

“Lo más triste es que, en la mayoría de los casos, las mujeres son las que se encargan de captar a las jovencitas”, dice Torrico. Explica que en Bolivia funcionan redes de trata de adolescentes y que se las ingenian para trasladarlas de una ciudad a otra. “La gente piensa que para que haya una red deben haber 30 personas. A veces son dos, como el caso de los ganaderos”, explica.

Por lo general, las adolescentes son encerradas en una casa, alimentadas allí y sin la posibilidad de salir. Además, son castigadas violentamente si no cumplen con horarios y clientes. La fiscal Ribera añade que estas redes de tratantes tienen tanto poder que incluso pueden falsificar los documentos de identidad de las menores de edad.

Atendió un caso de una adolescente cochabambina que fue traficada a Santa Cruz. Cuando fue rescatada de un burdel, le habían tramitado un carnet donde figuraba como una mujer de 20 años, pese a que tenía 16. La joven, raptada en Cochabamba, volvió con su familia.

C. también está con su familia. Está a cargo de su hermana, que nunca se dio cuenta de lo que hacía C, pese a que viven en la misma casa. Ella admite que no sabe qué hacer con C.