El aristotélico confort de la mentira

ODAOscar Díaz ArnauLa tragedia del mentiroso no es tanto su mentira, sino lo que viene detrás de ella. El embustero “por hábito moral y naturaleza”, dice Aristóteles en su Ética a Nicómano, se complace en la mentira misma. Y, como sucede con todo vicio, en pleno disfrute orgiástico, una vez que entra en la espiral de falsedades —nada digno de condena entre humanos— no puede/no quiere abandonar su zona de confort. Esperemos que este no sea el caso; ningún mentiroso, cualquiera sea su debilidad, por ejemplo un irrefrenable éxtasis de poder, merece quedarse sin su pedazo de cielo.Esta columna tiene en realidad varios titulares: “Los efectos públicos de los actos particulares”, “La moral del Presidente”, “La conciencia propia y ajena”. Si el morbo pide melodrama a lo Televisa: “Secretos de alcoba”, “El desprecio de la verdad”. ¿Quiere filosofía griega?, ¿algo más enigmático, sugestivo?: “Mitomanía”.Todavía hay quienes observan la supuesta intromisión de la prensa en los asuntos privados de Evo Morales. Debemos tener claro que no se trata de un ciudadano común y corriente: él tiene el alto honor de ser presidente y, como tal, se enfrenta a la obligación moral de explicar al país no los resultados de su desempeño íntimo con una mujer, sino por qué una empresa en la que una expareja suya era gerenta comercial se adjudicó obras del Estado por 566 millones de dólares. Después, si quiere, se adentra en su papel para la novela del canal aquel y nos cuenta de la abogada que no es, algo usualmente reservado para las cuatro paredes de la vida familiar; lo dejamos a su criterio. Pero primero, su obligación con sus compatriotas.Ahí, Evo tiene un problema: ¿le quedan recursos morales al Presidente? Hundido en el descrédito luego de que una y otra vez sus afirmaciones en el caso de Zapata y el hijo de ambos fueran desmentidas por él mismo, su vicepresidente y sus siempre listos ministros, ¿cómo hace ahora para convencernos de que nada es lo que parece?La trama sibilina del hijo de Evo y Zapata incluye detalles perversos que son terrenalmente difíciles de perdonar, a no ser que nos llamásemos Francisco I o Teresa, la de Calcuta, yo creo que los únicos competentes de espíritu para exonerar a un presidente que pudo haber mantenido un hijo en secreto, haciéndole estudiar en forma particular, para encubrir un presunto delito de estupro. ¿Tuvo la sangre fría de pedir a su novia que enclaustraran a un niño, a su propio hijo? ¿Supo reconocerlo y luego, con la misma presteza, olvidarse de su existencia? ¿Cómo se perdona eso?Su conducta, no las denuncias periodísticas, llevó al Presidente al área de preembarque y con asiento seguro en el panteón de los sofistas pero, déjenme morigerarme, al fin y al cabo nuestro protagonista se ganó su lugar en esta intriga: nada más fácil que golpear al caído. Lo acabamos de ver con Wálter Chávez, el que parecía vencido y entonces le dimos con todo, razonable e irrazonablemente, olvidándonos de que el buen gato siempre cae parado. Y tiene siete vidas.Morales no es Chávez. El Presidente carece de la virulencia de su exasesor y, sin embargo, cuánto estará extrañando de este sus argucias, las mismas que le hubieran permitido gozar del aristotélico confort de la mentira.El gran problema del mentiroso está en la deshonestidad consigo mismo. Como pasa con cualquier corrupto (la mentira es una forma de corrupción moral), el deshonesto en la vida privada no solo no acepta su falta (su “delito”), sino que hace lo que esté a su alcance para taparla en la vida pública.Eso hacen también las autoridades, hasta que entran en escena los periodistas y los secretos de alcoba se convierten en vox populi porque entre las sábanas, además de cuerpos en modo triple equis, a veces se enredan maniobras de fuerte contenido estatal.Correo del Sur – Sucre