Los recuerdos de Vargas Llosa

Provoca verdadero gusto leer con cierta frecuencia, en las sabrosas notas de Mario Vargas Llosa, los recuerdos sobre su niñez, siempre ligados a los años que vivió en Cochabamba. El escritor no deja de rememorar el tiempo en que, con su madre, su abuelo, y parte de su familia materna, pasó en esa linda ciudad, donde aprendió “lo más hermoso que le ha pasado en la vida”: leer.

Hace unos días, en medio del antipático encierro a que nos tiene sometidos la peste china, me regocijé leyendo su artículo El hermano Justiniano, publicado en su columna semanal, Piedra de Toque. Me causó alegría su lectura por el cariñoso reconocimiento de Vargas Llosa hacia ese pueblo grande y alegre que era la Cochabamba de los años 40. El novelista pudo haber aprendido a leer en Lima, Piura o en el lugar en que hubiera estado, pero aprendió en el colegio La Salle de Cochabamba y ya está.

Lo importante en todo esto es su afecto hacia ese tiempo vivido; hasta el amor que le profesa, diría yo. Recordar los apellidos de gran parte de sus compañeros significa que tuvo amigos a quienes quiso y que lo quisieron. Y rememorar a su maestro, el hermano Justiniano, un ángel caído en la tierra, dice, de “cabellos blancos y unos ojos azules y entrañables” es una hermosa señal de gratitud. Cuenta cómo aprendían en el curso, el abecedario y las conjugaciones, cantando y bailando rondas. Me es difícil concebir al Nobel cantando y bailando rondas en el colegio, porque me lo imagino como lo conocí, ya mayor, y me resulta gracioso. Pero a los niños se les enseñaba así y eran felices. Yo que aprendí a leer en el Colegio Alemán de La Paz, con la “schwester” Felicitas, tengo un recuerdo distinto.



Lo que, además, sucedió con Mario Vargas Llosa, es que no solo aprendió a leer en el colegio La Salle; no solo estuvo guiado por el hermano Justiniano, sino que, en aquellos años, cuando no tendría más de diez, ya leía algunos libros, él y sus compañeros. Y eso es muy cierto, porque la educación era distinta a la de hoy. En primer lugar, no existía la maravillosa cibernética actual; Superman, Batman, El llanero solitario, estaban impresos en revistas y no eran personajes vivos, que acudían a tu llamado a cualquier hora. Los personajes que nos apasionaban no estaban a nuestro lado todo el día, no dormían con nosotros; teníamos que esperarlos. Con suerte nos visitaban una vez al mes y había que aguardarlos con ansiedad. Era parte de nuestro placer recibir las tiras cómicas.

El escritor esperaba – como yo en mi escuelita en Santa Cruz o en mis primeros años en el internado en Chile–, revistas como Billiken y El Peneca.  Pero, además, lo contrario de Vargas Llosa, a mí me encantaba el fútbol (y me encanta ahora), así que rogaba para que alguno de mis amigos me prestara El Gráfico, de Buenos Aires, única revista deportiva que llegaba Bolivia, donde gozaba leyendo las hazañas de Pedernera y Labruna en River Plate o de Di Stéfano, Puskas y Gento en el Real Madrid.

Pero, en fin, Mario (lo llamo así porque es mi amigo), ha leído como pocos moradores sobre el planeta. Sin embargo, se inició por donde hemos empezado casi todos los viejos de hoy: Dumas, Verne, Salgari, Dickens, Twain, y otros. Después, joven ya, en San Marcos y París, devoró los clásicos y la literatura moderna y contemporánea, de arriba a abajo. Ahí empezó a distanciarse de mí, que leí bastante en los cinco años de internado en Chile, pero después fui aflojando. Leer ha sido la vida del novelista; es su tranquilidad y su placer. Y cuando comenta a sus autores favoritos, vemos resignados que el tiempo que nos queda por vivir será insuficiente para que podamos igualarlo.

Con la cuarentena que nos ha impuesto la peste china, nos cuenta Mario que está leyendo durante unas diez horas diarias. Era de esperar que desde su escritorio en Madrid o su solario, desde donde le guste leer, se haya acordado del hermano Justiniano; de quien le enseñó con el cariño del maestro las primeras letras, las conjugaciones, sin tener la menor idea que el niño peruano de las rondas y los cantos llegaría a ser una celebridad. Y que, siendo célebre, lo recordaría con tanta nostalgia.