Cuando la ley se tira a la basura

La Razón, 31 de agosto de 2008

Columnistas

Carlos D. Mesa Gisbert*



Montado en la cresta de la ola, con viento a favor y aplausos de su importante número de seguidores, el Presidente y su gobierno, en medio de la euforia triunfalista luego de su contundente victoria en el revocatorio, se han lanzado con todo a la ofensiva «final» para transformar este proceso democrático plagado de problemas y de incongruencias en un «incontenible proceso revolucionario».

El pueblo boliviano, que vive en el tobogán del delirio colectivo de los poderosos, mira azorado a quienes en mayo de 2006 decían tras el decreto «nacionalizador» que Evo se quedaba 20 años; tras los 16 muertos de Huanuni, que el Gobierno comenzaba a caerse; tras la derrota de la oposición en la cruzada de los 2/3, que Evo lograría su Constitución en tres meses; tras los cuatro referendos de estatutos y la elección de la Prefecta de Chuquisaca, que Evo estaba irremediablemente jaqueado. Ahora, con el revocatorio ganado y la convocatoria al referéndum constitucional que tenemos Evo Presidente por 20 años. Este juego perverso y autodestructivo se basa en dos premisas falsas que nos siguen conduciendo al desastre. El Gobierno dice que la revolución legitimada por el voto lo permite todo; la oposición, que ante el avasallamiento de la ley por parte del Gobierno, todo está permitido para frenarlo. Ambos destruyeron hasta el último vestigio de legalidad e institucionalidad. Las veces que clamamos por la ley y las instituciones, ambas partes nos dijeron: los unos, que la legalidad burguesa no es otra cosa que el disfraz de quienes detentaron el poder por siglos; los otros, que en esta batalla de vida o muerte las consideraciones «leguleyescas» salían sobrando.

Sorprendentemente, las pasiones arrastraron a mis amigos más sensatos de uno y otro lado (los unos en el «sauna seco» y los otros en el «sauna húmedo») a la vorágine. Las razones éticas acabaron pulverizadas por las explicaciones políticas y las justificaciones principistas que comenzaron a matar la idea central del sometimiento a la ley.

Hoy, estamos otra vez ante el mismo dilema y otra vez damos por hecho que con todo cimiento arrasado por el huracán, no queda sino prepararse para la próxima justa electoral, un paquete en el que está todo, el dirimitorio, la Constitución, dos prefectos, subprefectos y consejeros departamentales. Como zombies, Gobierno y oposición se preparan para librar la «enésima» batalla decisiva, sin preguntarse qué batalla, en qué condiciones y con qué resultados probables… Y de nuevo la montaña rusa de la locura, la violencia y la estupidez.

Lo que está en juego es el nuevo pacto social, la ley de leyes, el acuerdo de todos para seguir adelante juntos en este proyecto histórico nacido hace tantos siglos: Bolivia. Lo demás es añadidura.

Recordemos que la Constitución que se pretende someter a referéndum se aprobó violando la Ley de Convocatoria en lo referido a los dos tercios (a través de un vergonzoso Reglamento de Debates) y se cambió de sede a través de una ley ilegal y sancionada bajo amenaza. Se aprobó en grande con la sola presencia del MAS en un recinto militar leyendo sólo el índice (por tanto de modo ilegal) sobre un texto que jamás se discutió en el plenario y que llegó como un ladrillo desde fuera de la Asamblea. Ese día murieron en enfrentamientos con la Policía tres compatriotas y fueron heridos más de cien. Se aprobó en detalle en Oruro con la sola presencia del MAS (e, igual que en La Glorieta, con la comparsa de diez micro agrupaciones), ese texto se modificó ilegalmente en varios puntos desde que salió de Oruro hasta que llegó a manos del presidente Morales. Recordemos también que la oposición decidió bloquear su aprobación al violarse la ley de los dos tercios, y que para lograrlo metió la «cuña» de la capitalía de Sucre (jugando con el legítimo sentimiento de un pueblo) burdamente rechazada por el MAS en una sesión de madrugada que logró el objetivo opositor, impedir a la Asamblea sesionar en el Teatro Gran Mariscal durante tres meses.

Con estos antecedentes, cualquier sociedad civilizada simplemente rechazaría de plano la posibilidad de siquiera considerar el texto producto de semejantes desmanes constitucionales y legales… pero hay más. El Gobierno decide convocar al referéndum en vez de enviar un proyecto de ley de convocatoria al Congreso. Espera (¿?), como esperé yo cuando convoqué al referéndum del gas por decreto, que el Congreso apruebe esa convocatoria. En mi caso, el Congreso lo hizo 12 días antes de su realización, lo que me salvó de tener que resignarme a no realizarlo en estricto cumplimiento de la ley.

Está claro que esta Constitución casi no se conoce; no es, como pretende hacerse creer, un texto redactado por los representantes elegidos por el pueblo. Plantea cambios de una trascendencia tal que pueden poner patas arriba al país (pero no precisamente en el sentido que una revolución creadora debía plantear). El texto fácilmente «vendible» por sus avances en derechos y garantías fundamentales y propicio al votante indígena de Evo, que celebrará los privilegios que la nueva ley le concede (que no es lo mismo que la idea de igualdad que la Constitución está obligada a reconocerle sin restricción alguna), trae consigo incongruencias gigantescas, una confusa definición sobre autonomías, una inaceptable fragmentación de la nación boliviana en 37 naciones (palabra con connotaciones de una profundidad que no se puede tomar a la ligera), más de la mitad de ellas que no llegarían a categorizarse siquiera como pueblos. La negación de cuatrocientos setenta años de nuestro pasado y la negación de la república y la nación boliviana. Autonomías indígenas sin territorio, justicia comunitaria sin conceptualización ni jurisdicción claras, manejo contradictorio de los recursos naturales, una política de ingenuo idealismo sobre el uso y manejo estatal de los recursos naturales y un conjunto complejo de temas que el Gobierno quiere aprobar con su chequera caraqueña inacabable y con el uso abusivo de medios del Estado como si fueran instrumentos de partido.

Destruir la ley tiene un precio incalculable. Lo estamos pagando muy caro. Yo no me rindo.