El turno del parlamento

Los Tiempos. Editorial.

Es ahí, desde sus curules, que los representantes nacionales deben dirimir sus diferencias y ello implica, obviamente, que tendrán que asumir valientemente las consecuencias de sus actos y reconquistar con inteligencia, y no con majaderías infantiles, el respeto de la ciudadanía.



Concluido en nuestra ciudad el más serio de los intentos de diálogo y concertación de los últimos años, la evaluación de sus resultados es contradictoria. Para el oficialismo fueron positivos, para la oposición política (lo que era Podemos y Unidad Nacional) negativos, mientras que el MNR, fiel a su estrategia de bajo perfil, se abstuvo de emitir criterio. Los observadores, por su parte, consideran que hubo un gran avance.

Es comprensible que haya tanta diferencia de percepciones, pues el parámetro de medición, es también distinto. El gobierno tiene abundantes motivos para sentirse victorioso, ya que renovó sus posibilidades de continuar su camino hacia la aprobación de su proyecto de nueva Constitución Política del Estado. La oposición partidaria quedó en una posición tan débil como al principio, y la cívica regional, aunque se negó a cumplir con la formalidad de firmar el acta de su rendición, en los hechos es exactamente eso lo que hizo, pagando caro el precio de sus errores.

Para Unasur, la OEA y los delegados europeos, el principal objetivo, detener la ola de violencia que amenazaba desbocarse, fue alcanzado con creces, y esa opinión es compartida por una inmensa mayoría de la población, que estaba a punto de ser la principal víctima de la locura colectiva. Indudablemente, el solo hecho de que se hubiese conjurado, aunque provisionalmente, el riesgo de una guerra civil que parecía inminente, es ya un invalorable cometido.

Sin embargo, la ruta que queda por andar es todavía larga y difícil. La implícita aceptación de los prefectos de la oposición para que se lleve a cabo el referéndum sobre la Constitución, ha vuelto a poner en manos del Congreso la solución del conflicto, y ahí es donde el asunto se complica pues, contra todo lo que sería de esperar, ese escenario es el punto más débil de la democracia boliviana. La inexistencia de una oposición parlamentaria que esté a la altura de los desafíos, es el gran problema.

El que en las cámaras tengan que medir fuerzas el cada vez más fuerte Movimiento al Socialismo, por una parte, y los restos de la ya diluida agrupación de políticos descarriados, que es lo que fue Podemos, por la otra, ilustra la falta de correspondencia entre la magnitud del reto que deben afrontar y la inutilidad del que nunca debió dejar de ser el Primer Poder del Estado.

En todo caso, y más allá de los buenos deseos, lo único evidente es que hay una realidad política compleja y que el Legislativo, con todas sus deficiencias, representa el único escenario legal y legítimo para afrontarla. En este sentido, evitar que su rol vuelva a ser sustituido por las calles es la tarea ineludible de los parlamentarios opositores. Pese a sus carencias, tendrán que asumir la responsabilidad para la que fueron elegidos. Y si no son capaces de hacerlo, no deben pasar la factura de su ineptitud a la sociedad que tan equivocadamente los eligió.

Es ahí, desde sus curules, que los representantes nacionales deben dirimir sus diferencias y ello implica, obviamente, que tendrán que asumir valientemente las consecuencias de sus actos y reconquistar con inteligencia, y no con majaderías infantiles, el respeto de la ciudadanía.