Celso Amorim, el enterrador de la comarca

image Revista PODER columna de Diego E. Arria, diplomático, ex embajador de Venezuela en NN.UU.

La literatura latinoamericana recoge cuentos y hasta poemas sobre personas que ofician como enterradores en sus comarcas. Desde escritos del laureado poeta colombiano Julio Flórez, fallecido a principios del Siglo XX, hasta personajes que ofician también como enterradores, pero que no pertenecen al mundo de la fantasía de nuestros escritores. Éstos pertenecen al productivo mundo de la política real, como es el caso de Celso Amorim, canciller de la República Federativa de Brasil.

¿Y por qué incluir a Amorim en esta categoría? Porque a diferencia de los poetas y escritores que narran cómo entierran amores y pasiones, y algunos hasta cómo los desentierran, el canciller trabaja afanosamente para enterrar principios y valores que afectan a millones de personas de la gran comarca de América Latina. Su primera palada de tierra fue declarar en la Cumbre de las Américas, celebrada en Trinidad, que “la ausencia de Cuba de la OEA es una anomalía que necesita corregirse”. Sin duda una invitación para enterrar la Carta Democrática Interamericana, específicamente sus artículos tres y siete , al igual que a la Convención Americana de Derechos Humanos, que establece los estándares mínimos para que se pueda calificar como democrático a un gobierno y pueda formar parte del sistema interamericano. Durante los últimos 50 años, Cuba ha representado todo lo que rechaza y condena la carta y la convención.



Anomalía sería cuestionar el fundamento de la exclusión de Cuba de la OEA, como también lo pretende irresponsablemente el secretario general de esta organización, que parece compartir la creencia de que la exportación armada de la ideología comunista cubana en los años sesenta justificó la violencia de la agresión por la cual Cuba fue excluida del sistema interamericano.

Es entendible –aunque repudiable- que el presidente venezolano, subordinado a La Habana en la conducción de su política nacional e internacional, intente hacer olvidar que el país agredido fue Venezuela y que el país agresor fue Cuba, empeñado ayer y hoy por destruir la institucionalidad democrática venezolana para implantar un régimen comunista.

Pero Celso Amorim, no conforme con su intento de enterrar acuerdos que oficialmente estarían comprometidos a aplicar todos los países miembros de la OEA, promueve activamente el ingreso de Venezuela al Mercosur, lo que representaría sepultar también el Protocolo de Ushuaia, que obliga a la plena vigencia de las instituciones democráticas como condición esencial para pertenecer a ese acuerdo. Es de sobra conocido que el régimen venezolano acumula en distintas entidades internacionales un catálogo interminable de violaciones a los derechos humanos y atropellos a la dignidad y la libertad de su pueblo que le impediría satisfacer este compromiso democrático, al extremo que su jefe de Estado es calificado como “un prontuario ambulante”.

¿Y qué puede motivar a un país de la importancia de Brasil, que conoce bien que Venezuela está sometida al control de un régimen autoritario y militarizado que no cree en la democracia y la libertad individual como fundamento del estado de derecho, a actuar de esa manera?

Muy sencillo. El gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha conformado su política con el régimen venezolano en base a consideraciones fundamentalmente comerciales que le han resultado altamente provechosas, en especial para las grandes empresas constructoras de su país, que sin licitaciones públicas han sido beneficiadas personalmente por Hugo Chávez.

Lula, quien fue víctima de gobiernos militares en su país, olvida que la defensa de los derechos humanos y de la democracia debería representar un aspecto central de su agenda internacional. Después de todo, Brasil aspira a ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas –la cúpula política del sistema mundial– y no a ser recordado como el enterrador de los acuerdos democráticos de la comarca de América Latina.

La literatura latinoamericana recoge cuentos y hasta poemas sobre personas que ofician como enterradores en sus comarcas.