Saramago y la refundación de Haití


No se trata de intromisión. Sino de facilitar que los mismos haitianos tomen las riendas de sus vidas. Cuadernos de Haití: El guitarrista de Puerto Príncipe;  El joven que lava la ropa.

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Por: Winston Manrique Sabogal El País (España)



 Como sobre el pasado no se puede hacer nada, pero sobre el futuro sí, este es un buen momento para probarlo. Y José Saramago nos invita a todos a intentarlo con Haití (como lo expresa en su blog) al liderar una edición especial de su novela La balsa de piedra, cuyo beneficio íntegro se destinará a las víctimas del terremoto de la isla caribeña. Una idea en la cual lo han seguido las editoriales Caminho y Alfaguara, los libreros de Portugal, España e Hispanoamérica y todas las personas que intervienen en el proceso de edición y publicación de un libro. Pero no es un gesto más dentro de las innumerables e importantes campañas de solidaridad que se han iniciado en todo el mundo. Aquí hay algo  más. No es un mero hecho solidario, ni simbólico.

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Porque la catástrofe sufrida por ese país latinoamericano -como consecuencia de los terremotos del 12 y 20 de enero pasado con casi 250.000 muertos y un país destruido- ha servido para mostrar el desastre y abandono político y social en que se halla la isla caribeña, además de la orfandad en que lo ha tenido la comunidad internacional. Más allá de mea culpas y de señalar a nadie del pasado o presente, el gesto del Nobel portugués y el contenido de su novela pueden interpretarse como una iniciativa para que entre todos contribuyamos a que los haitianos refunden su porvenir.

No se trata de intromisión. Sino de facilitar que los mismos haitianos tomen las riendas de sus vidas. Y, en cambio, sí es un reclamo para que los gobiernos de diferentes países, además de echar un vistazo atrás y repasar su comportamiento con Haití, cambien de actitud. No por lástima, ni pena, ni para saldar deudas posibles, ni como expiación. Si no como una inversión en sus propios países, en el mundo. Se benefician los haitianos, sí, pero también se genera equilibrio y justicia global que favorece el desarrollo y bienestar de todos a mediano y largo plazo. Inevitable, entonces, y arriesgo de que resulte una frase fácil e incluso gastada, pero certera en este contexto, las palabras de John Donne: «Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo; todo hombre es un fragmento del continente, una parte del conjunto».

Una balsa de piedra camino de Haití es el título completo de esta edición solidaria que empezará a venderse este miércoles 17 de febrero a 15 euros. Todo el dinero irá a Cruz Roja Internacional en su programa de ayuda a las víctimas del terremoto. Esta es la segunda iniciativa similar que tiene Saramago. Ya lo hizo en 1999 con Centroamérica tras el paso del huracán Mitch, al donar los beneficios de su relato El cuento de la isla desconocida. «Porque todos tenemos una obligación», asegura el autor de dos títulos reciente de gran acogida: El viaje del elefante, del cual acaba de salir su edición en bolsillo, y Caín (ambos en Alfaguara y cada uno con más de 135.000 ejemplares vendidos). Por lo pronto, una forma de seguir los derroteros de Haití es a través de las diferentes informaciones y de las crónicas del periodista de EL PAÍS Ramón Lobo, Cuadernos de Haití en ELPAIS.com.

Cuadernos de Haití:

El guitarrista de Puerto Príncipe

RAMÓN LOBO | Enviado especial – Puerto Príncipe – 16/02/2010. El País

Decenas de cuadrillas de hombres y mujeres se afanan en recoger la basura de varias semanas ayudados de cartones y escobas de mimbre y palos de todos los tamaños. Parece que finalizados los tres días de duelo oficial, en los que se cantó a dios y se temió al diablo, la ciudad entera desea sacudirse la tristeza de encima y embellecerse de alguna manera en medio de un paisaje de ruinas y escombros.

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    Florvie Dieuveson tiene 10 años y parece feliz. Brinca entre los voluntarios armado con una botella de plástico verde y una goma elástica atada. De ese estrafalario instrumento obtiene música a la que acompaña con una letra inventada por él que trata del terremoto, los muertos y las personas como él y su madre que se quedaron sin hogar. De esa goma de sujetar, el niño artista obtiene un sonido armonioso y agradable; hasta su letra parece un conjuro contra el desánimo. No pasan ni 10 segundos hasta que se forma un coro de curiosos entorno al nuevo Hamelin.

    Entre el público que acude donde brota una gota de felicidad hay ancianos desdentados, hombres maduros en los huesos, mujeres cansadas de portar agua y otros niños que viborean envidiosos la notoriedad de un mocoso. Cuando termina la canción se escuchan aplausos. Es el premio a quien les ha logrado arrancar una sonrisa. Aunque la ayuda humanitaria les llega a todos con cuenta gotas y en algunas televisiones occidentales presentan a los haitianos como un pueblo arisco y violento, estos habitantes de Puerto Príncipe, víctimas históricas de todas las desgracias, saben ser felices con bien poco. Hoy les bastó una botella verde de plástico y una goma.

    «No tengo casa. Se cayó en el terremoto. Vivo con mi madre y mis dos hermanos. Mi padre murió hace tiempo. No tenemos tienda de campaña ni plásticos para protegernos. Dormimos en el suelo. Aún no hemos recibido comida de nadie», dice el Florvie, empeñado en escribir de su puño y letra un tanto inestable su nombre y apellido en la libreta del reportero incrementado las posibilidades de errores de interpretación.

    «Estudio primaria, pero ya no hay colegio porque también se cayó. Me gustan la Historia y las Matemáticas. También me gusta cantar. Lo hago desde pequeño. Me invento las canciones, las aprendo de memoria y después las canto. La gente me paga por escucharlas. A veces me dan cinco gurdas [un dólar]. No sé cuántas canciones tengo en la cabeza. Quizás siete o más. De mayor me gustaría ser guitarrista».

    El coro de curiosos se ha ampliado considerablemente. Ya casi parece un concierto. Hasta los que recogían basura han dejado unos minutos su labor para escuchar al niño que fabrica música y esperanzas de la nada. Florvie Dieuveson vuele a entonar la misma canción dedicada al terremoto y todos siguen atónitos el ritmo endiablado con una sonrisa boba prendida en los labios y los ojos muy abiertos.

    Cuando se le pregunta por el nombre del instrumento que toca, Florvie responde con un deje de fastidio ante la ignorancia de su interlocutor: «¡Se llama guitarra!». El público aplaude la ocurrencia con la que chico acaba de noquear al extranjero que creía saberlo todo.

    Tras un tercer bis de su canción, ya transformada en éxito local, y recibir a escondidas un pago por su talento, Florvie mira con disimulo el billete arrugado, pone cara de póker ante el curioseo general y pregunta al hombre blanco si le puede llevar en su coche junto a su madre. «Es para que no me roben el dinero», dice en un susurro. Ya en el automóvil, el guitarrista de Puerto Príncipe parece feliz con la recaudación del día. ¡20 dólares! ¿Qué vas a hacer con tanto dinero? El chico se hace el interesante demorando la respuesta, se pasa la mano por los ojos y exclama: «Se los daré a mi madre para que podamos comer hoy».

    El joven que lava la ropa

    RAMÓN LOBO | Enviado especial – Puerto Príncipe – 15/02/2010

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    François Luckner, de 18 años.- RAMÓN LOBO

    A François Luckner se le aparecieron los santos mientras estaba en la escuela el 12 de enero, el día del gran terremoto . Tiene 18 años y una mirada triste, sin brillo, de quien se le han terminado de golpe las lágrimas que una persona tiene para toda la vida. El profesor llamó a clase pero él holgazaneó un poco más en el patio de recreo hasta que a las 16 horas, 53 minutos y 16 segundos la tierra tembló en Puerto Príncipe. «El edificio se movió de un lado a otro durante un tiempo y de repente se desplomó. La mayoría de mis compañeros de clase y amigos quedaron atrapados debajo. Ahora están muertos». François habla despacio, como lo hacía ayer el bombero Joseph Jordany . Parece que cuando la muerte se multiplica tanto en un lugar pequeño como Haití los supervivientes conversan casi en susurros, como si les diera vergüenza de estar vivos.

      «Cuando todo terminó salí corriendo. Fui a casa, pero estaba destruida. No hallé a mis padres ni a ninguno de mis seis hermanos. Me asusté mucho. Decidí ir al cuartel de la policía, el que está cerca del palacio. Allí encontré al día siguiente a mi familia que también me buscaba».

      François desgrana sus recuerdos con la cabeza gacha y la mirada fija en unos dedos que amasan rítmicamente una ropa enjabonada. Es domingo y mientras la ciudad entera reza en miles de templos improvisados, pues los de hormigón y piedra se vinieron abajo, él aprovecha para hacer la colada. No es sólo un ejercicio de relajación, es, sobre todo, un gesto de normalidad, un grito de protesta en medio de tanta excepcionalidad.

      «Vivo desde hace un mes en Camp de Mars en una cabaña construida con plásticos. Mis padres no saben aún qué hacer. Si irnos a Jacmel para empezar allí una nueva vida o quedarnos en Puerto Príncipe. No hago nada durante todo el día. Ya no hay colegio [el Gobierno ha prometido reabrir las escuelas el 15 de marzo pero nadie le cree]. Me despierto a las seis se la mañana y paso la mañana y la tarde en Camp de Mars. Allí huele muy mal porque hay mucha basura tirada en la calle. Nadie sabe lo que va a pasar. A nosotros no nos ha llegado ayuda. No hemos recibido comida ni tiendas de campaña».

      Detrás del joven que hace la colada de todas sus pertenencias: tres camisas y un par de calzoncillos, se yerguen los restos de la catedral católica. Se hundió la cúpula y el techo destrozando sus célebres pinturas naïf. El panorama en el centro de Puerto Príncipe es desolador. Un manto de polvo blanco parece flotar en la calle, incluso un domingo cuando las labores de desescombro se toman un descanso. Ayer fue el último día de los tres de luto oficial. Además de polvo blanco en el ambiente hay una tristeza que pesa, que se aferra a los hombros y encorva a la gente. Los oficios han servido para llorar juntos las penas de todos y para que los haitianos vuelvan a entonar himnos religiosos con ritmos paganos. En este país con injusta fama de violento, las personas cantan para sobrevivir, para cargar de energía la paciencia y seguir esperando el milagro que nunca llega.

      El joven que lava la ropa no tararea ni mueve los labios. Ni siquiera levanta la vista cuando cerca de él pasa una procesión de mujeres que piden perdón a Dios por sus pecados, que hasta en eso son generosos con una divinidad poco compasiva. François no sonríe. Se quedó sin amigos y sin motivos. «Me gustaría ser mecánico y vivir lejos de Puerto Príncipe. Aquí ya no tengo un futuro».

      Ayer debió comenzar el Carnaval. La gran fiesta de Haití en la que decenas de grupos de música compiten por lograr el premio de la mejor canción. Puerto Príncipe tendrá que esperar un año, pues no son fechas para celebrar cuando cientos de cadáveres siguen bajo los escombros, la tierra no deja de temblar y todos saben que los geólogos predicen otro gran terremoto en los próximos días o años. Pero antes de que llegue el nuevo mazazo hay un problema más urgente que nadie puede aplazar: sobrevivir al presente.