El lugar y el planeta


William Ospina

OSPINA_William_EMaldonado_8_a_590_422 Dicen que ya no estamos en la edad de las naciones, que ahora vivimos en el globo, y que las ilusiones patrióticas y los nacionalismos son apenas la persistencia de viejos dogmas y de fanatismos arcaicos.

Sin embargo, basta cruzar las fronteras para vivir la certeza de que las naciones no han dejado de existir. Ser colombiano, por ejemplo, es advertir con especial intensidad lo que significa no ser un habitante del planeta, conocer vagos cercos de garantías hostiles, pasar bajo los ojos de la sospecha. El hecho de requerir un visado para ir a casi cualquier sitio enseña en carne propia y de manera incómoda que aún no triunfa el ideal del cosmopolitismo; que el espíritu liberal, que predicó hace más de dos siglos la identidad esencial de los seres humanos, que pretendió hacernos libres e iguales, no ha triunfado de un modo irrestricto.



Es verdad que Alemania está llena de turcos, que Francia está llena de árabes y de africanos, que Inglaterra está llena de hindúes y de caribeños, que España está llena de ecuatorianos y de colombianos; pero esos seres de otras culturas que pasan bajo los tilos de Berlín son invariablemente extranjeros; Francia discute si aceptar o no las burkas de algunas mujeres musulmanas; en España se habla mucho del problema de la inmigración; y Barack Obama tiene que salir a recordarles a sus gentes que los Estados Unidos son un país que se debe a los inmigrantes, porque los que llegaron anteayer apenas si toleran a los de ayer y ya empiezan a detestar a los de hoy.

Las fronteras no sólo están marcadas en los mapas sino en los corazones y en las costumbres; por momentos, cruzan los países vientos crispados de intolerancia. ―Estamos siendo invadidos, dicen voces con miedo, nuestras costumbres están bajo amenaza, nuestro modelo de civilización corre peligro.

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No es de extrañar que la mayor parte de nosotros todavía necesite la certeza de una tierra natal, el arraigo en un suelo, o la nostalgia de una tierra ausente. Vivir la certidumbre de que por grande y acogedor que sea el mundo, hay un rincón al que pertenecemos: el surco que santifican unas tumbas amadas, una entrañable red de hábitos, paisajes, tonalidades y símbolos, que íntimamente nos afectan, de la que no nos despojan leguas ni años.

Quizá toda nación no sea más que una pausa en la errancia. Pero esta especie errabunda, que arrastra la condena de Caín, no deja de soñar con el arraigo, de anhelar patrias fugaces o duraderas a las que pueda honrar y cantar. Claro que es un sueño deseable pertenecer al globo entero, ser ―ciudadanos del mundo‖, como se decía, vivir el cosmopolitismo que predicaron los romanos, darse al universo; pero bien dijo T. S. Eliot, con una sonrisa, que ―nadie se da al universo mientras tenga alguna otra cosa a qué darse‖. No han nacido los pájaros de Apollinaire, que nidifican en el aire. Cada quien quiere su hogar, su cultura, su patria.

Ello no debería significar hostilidad hacia otros hogares, culturas y patrias. Un lugar, por ser propio, no tiene que ser forzosamente el mejor, el más bello, el más grande. Pero después de reconocernos queremos afirmarnos, y esa afirmación suele asumir el carácter de una comparación, de una rivalidad. Basta ver estas alegres y emotivas jornadas del Mundial de Fútbol, para sentir de qué modo estas banderas, ―la roja, el casi azul, la escuadra blanca‖, a la vez unen y dividen a la humanidad. Pero también que la sana rivalidad, en condiciones de igualdad, puede ser una fiesta.

Hay fuerzas poderosas empeñadas en que el mundo se reduzca a una sola cosa, que donde quiera que vayamos encontremos lo mismo, un único modelo de consumo y confort que borre la infinita y perturbadora diversidad planetaria. Y, en respuesta, uno a veces anhelaría todo lo contrario: hallar en China las cosas que sólo son de China, en Hungría faisanes y violines que sólo vuelen allí, acceder en Perú a una idea del mundo que nazca de aquellas montañas y reliquias, de esas vastas ciudadelas de barro, de esos abismos tallados de construcciones humanas. Que se conserven lenguas, religiones, comidas, rituales, fiestas, leyendas, mitologías.

El mundo, ciertamente, no marcha hacia allá: la avasalladora civilización planetaria conspira contra infinidad de rasgos locales, de costumbres particulares, de lenguas nativas, de paisajes únicos. Y la diversidad amenazada ni siquiera es la de las naciones, porque en cada nación miles de formas originales coexisten. ¿Encontraremos el modo de salvarlas, sin impedir que dialoguen con otras, que se enlacen y formen nuevas síntesis?

No tienen que dejar de existir el amarillo y el rojo para que aparezca el naranja. No tienen que dejar de existir la tradición musical africana y los instrumentos europeos para que exista el jazz. Lo nuevo no borra lo viejo. Y, para decirlo con palabras de Borges, ―la mañana, que nos depara la ilusión de un comienzo‖, no tiene por qué borrar ―la costumbre, que nos repite y nos confirma como un espejo.

El Espectador – Bogotá