Manuel Molares do Val
Si Barack Obama logra aprobar su propuesta de legalizar a once millones de hispanos indocumentados, toda Latinoamérica debería agradecer la magnanimidad de EE.UU, inexistente en muchos de sus países empezando por el más exigente, México, cuyas leyes migratorias son tiránicas, segregadoras y racistas con los ilegales.
En España se recuerda con agradecimiento la acogida del presidente Lázaro Cárdenas a los republicanos, pero aquello fue una acción excepcional, porque ser de algún lugar al sur de México o indocumentado de cualquier origen supone prisión, y en el mejor de los casos, expulsión.
Para residir en México, aunque sea por poco tiempo, hay 16 tipos de visas celosamente elaboradas para mantener “el equilibrio de la demografía nacional”, dice la ley, creada especialmente para evitar la invasión de otros americanos.
Sólo se aceptarán inmigrantes “sanos, física y mentalmente” y serán expulsados “si no promueven los intereses económicos nacionales”.
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No pueden expresar “desprecio a la soberanía o la seguridad nacionales”, ni tener antecedentes penales. Tampoco tienen derecho a atención sanitaria.
La entrada ilegal en el país es un delito grave penado con hasta dos años de prisión. Todo funcionario es una agente de inmigración, y todo ciudadano debe denunciar e incluso “detener” a los ilegales.
El ejército actúa como agente migratorio desde hace décadas, mucho antes de su actual implicación en la lucha contra el narcotráfico.
Cualquier extranjero puede ser puesto en un avión sin orden judicial ni litigio. Como le ocurrió a este cronista, junto a su director de entonces en la Delegación de la Agencia EFE, Miguel Higueras, que fueron expulsados con una orden verbal de la Secretaría de Gobernación.
México es lindo y querido, pero a la hora de reclamar una conducta humanitaria con los inmigrantes o los extranjeros, ni es buen ejemplo ni tiene mucha autoridad moral.
El Diario Exterior.com