La realidad supera la ficción


elio Elio Pedraza Vargas

La realidad en nuestro Estado Plurinacional nos resuella como el cerbero del infierno de Dante, que muerde a esas almas en pena que deambulan exigiendo respeto a las mismas normas aprobadas con la mentira de ser cumplidas a cabalidad, por quienes hoy sustentan el poder a fuerza de la gran farsa, “el pueblo primero”.

Y ya es hora de preguntarnos: ¿qué sucederá con la justicia en nuestro Estado Plurinacional?



Los casos de muerte acaecidos en territorio indígena-originario-campesino están quedando entre tinieblas y las familias continúan peregrinando con el Jesús en la boca por justicia, mientras los interculturales del oriente han sido detectados por el misil del odio y están siendo perseguidos por los cazacambas del gobierno fascista del presidente Morales, su lugarteniente García Linera y sus SS comandadas por Surco.

Estudiando una y otra vez la Ley del Órgano Judicial, se confirma que son sus propias autoridades las que aplicarán sus principios, valores culturales, normas y procedimientos propios, mientras que la jurisdicción abarcará a las relaciones y hechos jurídicos que se realizan o cuyos efectos se producen dentro de un pueblo indígena-originario-campesino, y que toda autoridad pública o persona acatará esas decisiones. Esto nos obliga a pensar en una mala señal para la libertad y la vida, que es el bien jurídico protegido más preciado del ser humano.

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El artículo 160 de la Ley 025 dice que “La jurisdicción indígena-originaria-campesina respeta el derecho a la vida, el derecho a la defensa y demás derechos y garantías establecidas en la Constitución Política del Estado”. Pero, ¿qué hará la justicia comunitaria cuando un miembro de su etnia cometa un asesinato u homicidio? ¿Será sentenciado a 15 o 30 años como lo es en la justicia ordinaria? ¿O será sentenciado a cadena perpetua o desterrado de la comunidad? ¿O tal vez le den la pena de muerte? No podemos creer en la ficción de que los indígena-originario-campesinos respetarán la vida de quien asesinó o cometió un delito que debe ser sancionado con la pena máxima.

Tal vez los asambleístas emborrachados con los 500 y un poquito más de años, descolonizados del occidente o de la celestina Europa que abraza ahora el indigenismo, nos quieran hacer volver a la Ley del Talión, como recordando en su profunda conciencia cuando se despeñaba a quienes osaban mirar a los ojos del Dios Inca y esclavizaban a sus prisioneros de guerra.

Es bien sabido que en la época del Estado incaico había tres preceptos, hoy principios éticos de la sociedad plural como el ama qhilla, ama llulla, ama suwa. Como no había propiedad privada y no existía la moneda, la ley del Estado incaico se limitaba a los asuntos criminales y de castigo (delito y pena).

Los ejemplos reales nos los cuenta la historia y son de muerte. La ficción nos la cuentan ahora los asambleístas y es de “vida y respeto”. Entonces es bueno repasar la historia a través de Soledad Cachuan en su obra Inca (Mitología), en la cual afirma que las penalidades más leves eran reprensión pública, privación del empleo, destierro, tortura y azotamiento. Y los mayores crímenes eran la traición y la desobediencia al emperador.

Los delitos contra el Estado y el asesinato eran castigados con la muerte, la cual sólo podía ser decretada por un gobernador o por el emperador. El método de ejecución dependía del delito cometido. A veces golpeaban la cabeza del culpable con una maza, o lo arrojaban desde el acantilado o lo lapidaban. No había la costumbre de encarcelar, salvo a los traidores, quienes eran encerrados en calabozos subterráneos llenos de serpientes y otros animales venenosos.

En el Estado incaico los funcionarios judiciales eran inspectores del gobierno que investigaban permanentemente y presentaban cargos contra los ciudadanos no honrados. De la misma manera, los grupos indígenas del oriente desterraban a quienes ellos consideraban que habían cometido un delito que merecía esa pena. Y desde ya era una sentencia a muerte, pues con la cantidad de tribus enemigas alrededor y fieras en la selva, el destino del desterrado era morir por armas venenosas o en las garras del tigre.

Ahora nos preguntaremos: ¿qué suerte correremos de aquí en adelante con nuestra justicia?