Proceso de cambio o relevo de pícaros

Winston Estremadoiro

WINSTON En una whiskería de La Paz, hace algunos años encontré a un amigo casado con una brasileña del sur, de Blumenau creo, entorno donde la arquitectura teutona se ha trasplantado junto con descendientes de alemanes. Escuchábamos a Gal Costa, hasta que a la rubia se le ocurrió despotricar contra los negros brasileños. Qué mayor molino de viento que el prejuicio racial al que cargue este Quijote. Le recordé que la diva cuya voz nos embelesaba nació en Salvador de Bahía, crisol de rasgos del mestizaje blanco, negro y cobrizo que colorean la identidad cultural y étnica brasileña. Me mordí la lengua para no tocar el tema de las colitas brasileras, las mejores del mundo según un concurso reciente, que mucho deben a esa mezcla.

Cargo contra otro molino de viento, la reseña lambiscona e ignorante del traductor brasileño de La potencia plebeya, último opus de Álvaro García Linera, vicepresidente del Estado Plurinacional. Su primer error es tildar a Bolivia de población mayoritariamente indígena, equivalente a sonsear que Brasil es predominantemente caboclo o mulato. Nao, cara. No importan los indicadores inventados por fantasiosos de la “nación aymara”, Bolivia es tan criolla como sus hermanas iberoamericanas.



Su mezcla de sangre es tan variada y desigual en lo que Vasconcelos llamó la “raza cósmica” latinoamericana.

Los rasgos culturales que la distinguen son en su mayoría mestizos: Desde la vestimenta –pollera, sombrero y manta en las cholas, por ejemplo– hasta los bailes – diabladas, morenadas y “pujllay” de “entradas” religiosas y carnavales. ¿Quién discute que los “urus”, relegados por los aymara a “regiones de refugio”, como las llamaba Aguirre Beltrán, difieren de los cambas?

Los últimos, descendientes de hispanos, quizá se parecen a los portugueses, que Gilberto Freyre caracterizara por la “mixibilidad”: desde “el primer contacto”, fueron “multiplicándose en hijos mestizos”. Otra cosa es que el ponderable rescate de la legitimidad y valía del ancestro indígena, se busque en este Gobierno mediante la incitación lamentable del resentimiento y el antagonismo étnico.

Refleja ignorancia atribuir a cambios revolucionarios del Gobierno de Evo Morales, el beneficio “especialmente (de) los indios que siempre fueron tratados como no ciudadanos, prácticamente no tenían derechos”. ¿No fue la Revolución de 1952 la que les dio el voto, urdiendo la argucia electoral de la “puka” papeleta, única disponible, precursora del voto consigna de hoy?

Hasta el apelativo de “indio” se reemplazó por el condescendiente “campesino”, que hoy se afanan en denominar “originario”.

Desconoce el traductor que Víctor Paz Estenssoro fue quien “nacionalizó” las minas en 1952, entre comillas porque se indemnizó a los llamados Barones del estaño, tomando cargo de socavones exhaustos de mineral, llenos de mineros silicosos. El mismo personaje, ante la Bolivia que se moría según sus propias palabras, puede que 30 años más tarde haya “quebrado el espinazo del movimiento obrero”, retornando las minas a la iniciativa privada. Fue por el fracaso del modelo estatista, debido tanto a la baja de precios de los minerales, como a la corrupción e ineficiencia del Estado como empresario.

Hoy las minas son de picapedreros agrupados en cooperativas, o avasalladas por indígenas que roban equipo y maquinaria de inversionistas privados. Los grandes yacimientos se adjudican a consorcios transnacionales, que mantienen contento al Gobierno, sabe Dios cómo. Al irse dejan inmensas oquedades rellenas de agua y sembradas de alevinos, luego depredados por adoradores de la Pachamama.

El retorno a estatizar la industrialización de los minerales para dejar de exportar pedregones, ha resultado en revolcón en la tumba del Ing. Jorge Zalesky, de ascendencia foránea por cierto, pionero de la refinadora de estaño en Vinto, hoy un ineficiente reducto de supernumerarios. Ni qué decir de ese elefante blanco de Karachipampa, hijo del estatismo corrupto, así sea en manos de civiles o de militares. Ahora Evo Morales ofrece la industrialización del litio a los milicos, cuyo Ejército debería construir caminos en vez de oficiar de panadero, su fuerza aérea ni pilotos puede dotar al avión presidencial, y la armada sin navíos ni siquiera ha empezado un puerto fluvial en la hidrovía que exportaría el hierro fundido en acero del Mutún.

No he leído la obra de Álvaro García Linera. Pero merecen ironía algunas ocurrencias del autor en la presentación del libro en La Paz, que accedí a través de YouTube. En su desvelo por la evolución de procesos sociales de cambio, habla de una etapa previa de bifurcación: El dilema entre “reconstruir el viejo Estado” o “construir uno nuevo.” La primera opción evoca que no hay nada nuevo bajo el sol. En mi visión sardónica del proceso de cambio en Bolivia, es relevo de pícaros. La opción dos evoca a revolucionarios de maquila, que en el poder se tornan autócratas. Como el Stalin de purgas soviéticas o el Pol Pot camboyano de montones de calaveras.

Si somos potencia plebeya, es del blablá de la retórica de ideologías obsoletas. Lo prueban los indicadores comparativos con el resto del mundo. Vean dónde estamos en rankings del Producto Interno Bruto, de las exportaciones, de la competitividad global, de la transparencia y corrupción, de la desigualdad medida por el coeficiente Gini, de la calificación PISA de nuestros estudiantes, etcétera, etcétera, etcétera.

Los Tiempos – Cochabamba