René Pacheco Arana
Xavier Caballero Tamayo se destaca por ser uno de los grandes bolivianos del siglo pasado; sin embargo su figura es pobremente conocida en Bolivia, aunque sus gobernantes, desde los 1950 hasta su último viaje en 1991, buscaron su colaboración en puestos públicos, la que él no aceptara nunca, aunque sí proporcionara consejo cuando se lo pedían. Sus recomendaciones puras, honestas, ilustradas y basadas en su vasto conocimiento, exquisitamente cultivado, el de un hombre del mundo, no fueron siempre ni necesariamente aceptadas pues demandaban, muchas veces, políticas que los mandamases de turno, sin visión, no se atrevían a poner en práctica.
Sus antepasados tienen rasgos notables. Por el lado paterno, él descendía de uno de los fundadores de Bolivia, Vicente Caballero y Rivera, representante vallegrandino a la Asamblea Deliberante de 1985. Xavier no estaba impresionado con este ascendiente consanguíneo. Por el lado materno, su madre, doña Erminia Tamayo, hermana del conocido don Franz Tamayo, descendía de indios. Sí, él estaba orgulloso de este antecedente familiar, adoraba a su madre. En los hogares Tamayo y Caballero, Xavier encontró, en medio no sólo de la rica intelectualidad enraizada en estas familias sino en las conversaciones con pensadores y tertulianos, la sabia intelectiva que inculcaría su inmensa curiosidad por la cultura universal y que le acompañaría el resto de su vida.
Desde temprano, su amor por Bolivia fue grande. Nació en 1918 y ya a los quince años se enlistó en el ejército boliviano para combatir en el Chaco. Grande fue su desilusión por la forma en que los militares y gobernantes de la época condujeron las riendas del estado y la guerra en otro triste y fracasado episodio de la vida boliviana.
Se educó en el Colegio Alemán de La Paz, incursionó en la crítica a los líderes de los 1930 y participó en la vida política en los 1940. Los dramáticos colgamientos del presidente Gualberto Villarroel y sus colaboradores encontraron a Xavier en La Paz. Había estudiado derecho y, después, comenzado a trabajar en el Banco Central de Bolivia. Para ese entonces, Xavier se había convencido de que él no tenía cabida en el ambiente político boliviano. Él no quería ser uno más de ellos; me dijo textualmente “si me quedaba en Bolivia, habría acabado o político o alcohólico”. Ninguna de estas alternativas resultaba razonable para él, decidiendo, más bien, exiliarse voluntariamente para trabajar en la Organización Internacional del Trabajo, OIT, en 1948, en Ginebra, Suiza. Nunca más volvería a vivir en Bolivia, iniciando así el camino que lo llevaría a ser un ciudadano del mundo, comunicándose con fluencia en ocho lenguas a través del planeta.
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En 1941, Xavier se casó con doña Edith de la Reza, hija de un importante terrateniente cochabambino. En la propiedad de sus suegros, trabajó con sus hermanos indios, construyendo caminos con pico y pala en las áridas y frígidas montañas de Los Andes. Al convivir con ellos, Xavier solidificó más todavía su estima no sólo de la sabiduría de los quechuas sino la apreciación de sus personalidades. Conservó amistad con varios de ellos hasta que uno u otro partiera al más allá.
Durante sus largos años en la OIT, Xavier trabajó en varios países y regiones del mundo: vivió 10 años en Estambul, Turquía, Lima, Congo y, obviamente, Ginebra. Fue el primer pacificador del Congo, épica y peligrosa misión encomendada a él por las Naciones Unidas, propuso y lideró comisiones de prudentes e inteligentes recomendaciones en materia laboral en decenas de países, conoció y se relacionó con muchos líderes mundiales, ganando su admiración sin que Xavier nunca hubiera buscado la notoriedad pública. Llegó a ser sub-director de la OIT y no fue su director, demandante tarea y la más alta posición de esta organización internacional, porque no quería dejar aún por más largos tiempos a su familia, a la que ya abandonaba con frecuencia por motivos de trabajo.
Su tercera esposa, doña Gigi Lüdtke, nacida en Alemania del Este, fue su entrañable compañera por 54 años hasta que Xavier cerrara los ojos para siempre, pero con su mente lúcida y la tranquilidad y la paz de los grandes, el pasado 15 de febrero, casi un mes más tarde de cumplir 93 años. Tuvo seis estupendos hijos: tres de su primer matrimonio y tres del tercero. Dos de ellos viven en Bolivia y los otros cuatro están radicados en Suiza, Francia y EE.UU.
Escribió, ya en sus últimos años de vida, una novela, Nubes y Kollke, con el ánimo de invitar a los bolivianos y, especialmente, a los políticos y cronólogos -y a que estos últimos se convirtieran en realmente historiadores- para que profundizaran su conocimiento de la historia de Bolivia con el objetivo de que unos y otros pudieran obtener las enseñanzas necesarias destinadas al desarrollo del país.
Conocí a Xavier en 1963. Con su guía, estudié economía del trabajo en los EE.UU. Conservé su amistad por más de 50 años; sin embargo, los últimos ocho años fueron los más cercanos, sobre todo, a través de una comunicación epistolar electrónica. Los dos caminamos el exilio voluntario y conservamos profundamente el amor por Bolivia. Al despedirnos después de nuestra visita, la de mi esposa y la mía, a la entrañable pareja Caballero, en octubre del año pasado, Xavier me dijo “caro René, ésta es la última vez que nos veremos”.
Adiós, estimado Xavier.