Mea culpa


Por Mónica Machicao, periodista

La primera visita a la feria del Libro 2011 me trajo una revelación. Les explico. Volví a mi casa con una cantidad interesante de obras nuevas y otras que ya había leído, pero era imprescindible pasar de la biblioteca digital a la real, para que los chicos los lean cuando crezcan.

Cumpliendo con disciplina prusiana mi manía de ordenar los libros por autor, acabé recorriendo varias de las repisas y zas! Aparece la razón de una vieja incomodidad. Encuentro La agonía de la Viñas, uno de los apenas cuatro libros de poesía que tengo. ¡Mea culpa! No leo, ni puedo con los versos. Tengo estos escasos títulos porque don Armando Soriano Badani, con gran dulzura y amenidad, me ha leído alguno que otro, muchos hablan de personas que conozco, de ahí su cercanía. En el fondo, los tengo no porque entienda del todo su métrica y rima, sino porque yo quiero mucho al autor y es mi amigo de años.



Pensar en mi desinterés por la poesía me hizo indagar en los recuerdos una y otra vez para hallar el porqué de esta falta convertida en rechazo. No es la primera vez que lo pienso, éste es un asunto que arrastro años y casi siempre llego a la misma conclusión. En la época cavernaria de la Tv Boliviana, además de El Abuelito Tino, solía engancharme en el programa de declamación. Aclaro a los más jóvenes que no era una elección. Había un solo canal y el cable, de saber que existía, habría sido más un relato de ciencia ficción, como en su momento lo fue el Betamax o el VHS. Viendo el programa era imposible no reparar en la actitud histriónica, las voces altisonantes de los niños recitando como en hora cívica, todos al unísono. Inevitablemente, me provocaba una suerte de miedo, vergüenza ajena e incredulidad. ¿Por qué se sometían a ese teatro de tortura de manera voluntaria?

Casi tres décadas después me tocó encontrarme en la vida civil con una de las exniñas declamadoras. Para sorpresa mía, era evidente que el programa le había moldeado la personalidad, porque hablaba como cuando declamaba de chiquita. Un rato después nos deleitó con una obra de la “gran poetisa” Celia Cruz… y me di cuenta que el destino se mofaba de mí, poniendo un escollo más en el banal intento de tomar la inspiración poética en serio. Respeto a quienes cultivan el género, pero admito humildemente que no comparto su pasión. Es más fuerte que yo.

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El trauma no acaba allí. Mi profesor de lenguaje en 3ro medio se encargó del último aporte en mí de/formación poética.

Se llamaba Justo Pastor Cornejo Segurondo y escribía su nombre en envidiable letra palmer que llenaba en toda la pizarra el primer día de clase. Hasta hoy recuerdo muchas de las importantes lecciones que nos dio, excepto el capítulo de poesía. Nos hizo aprender una oda kilométrica para recitarla delante de toda la clase. Ni me acuerdo del autor, menos de la poesía o cualquier cualidad estética que buenamente habría tratado de impartir como conocimiento este dedicado profesor. Pero sí me acuerdo de la infinita vergüenza que me embargaba mientras trataba de interpretar con la voz y el movimiento dramático de mis manos algo de la inspiración de la obra. Mientras los chicos en frente hacían muecas, se reían, sacaban la lengua y evidentemente no escuchaban. Tengo seguridad que cuando a ellos les tocó el turno hice algo parecido o peor. Cuanto más se esforzaba el compañero por mirar a lontananza, más denodado el esfuerzo por arrancarle una risa y una nota baja en la clase de Don Justo Pastor.

Buscando consuelo de tontos, comenté mi trauma con un par de amigos amantes de las letras en prosa. Para alivio mío, no había estado tan sola. “Hay poemas que debieran tener un pie que diga, en la obra nótese la mirada iluminada del autor”, llegó a bromear Ilya Fortún provocándome mucha risa, pero poco consuelo.

Ahora, mi hijo de 10 años está aprendiendo una poesía de Rubén Darío. Lo difícil no fue ayudarlo a memorizar, los chicos aprenden muy rápido, lo difícil fue quebrar esa resistencia necia y encontrar la paciencia para, con una sonrisa, alentarlo a disfrutarla. Ahí me puse a pensar que tal vez lo mío sólo fue mala suerte y que quien sabe Margarita de Bayle le abra a mi chiquitito el placer y el deleite que a mí se me ha negado.

Fuente: www.la-razon.com