Juan Antonio Morales, la razón y la memoria


Fernando Molina

fernando_molina Juan Antonio Morales es el economista más importante del país. En primer lugar, porque ha formado a muchas generaciones de estudiantes con ideas penetrantes y bien fundadas sobre el comportamiento de la economía boliviana. Y, last but not least, porque fue uno de los principales autores de la estabilidad económica de la que ahora gozamos, la cual se logró, entre otras cosas, gracias a la emancipación de la política monetaria de las decisiones de gasto de los gobiernos –medida a la que contribuyó como el más duradero y brillante presidente del Banco Central del periodo democrático.

Morales también es un hombre probo o, para decirlo con una expresión más antigua y de significación más amplia, un buen hombre. Prueba de que Bolivia no ha sido (ni está condenada a ser) dirigida únicamente por pícaros, ignaros y trepadores.



En el tiempo que tiene de existencia, la nación boliviana se ha impuesto sobre las adversidades y amenazas que nunca dejaron de turbarla y así ha logrado “ser”. Un resultado que sería lógicamente imposible si no se admitiera el concurso de los más notables miembros de sus clases dominantes, algunos de los cuales incluso pusieron en riesgo su bienestar y seguridad para cumplir lo que consideraban era su deber. Aquí reside la deshonestidad fundamental de las ideologías cerradamente anti-elitistas, para las que únicamente los ciudadanos ordinarios, mientras más sencillos mejor, pueden aspirar a ser buenos bolivianos. (Véase por ejemplo a Zavaleta).

Juan Antonio Morales es parte de una estirpe minoritaria, pero significativa de la élite nacional que sobrellevó la carga del privilegio con responsabilidad y decencia. Aunque su significación histórica sea distinta, lleva la sangre de Tomás Frías, Gabriel René-Moreno, Eliodoro Camacho, Guillermo Francovich y tantos otros de los que podemos sentirnos orgullosos.

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Éstas son suficientes razones, claro está, para que ahora esté preso. Perseguido por causas políticas, encerrado –en lugar de honrado, como debería ser– por el organismo que representa a la colectividad, el Estado, su situación es injusta, pero de ninguna forma extraña. Por el contrario, lo más común en nuestra historia ha sido justamente esto: que la frustración de las masas y la angurria de poder de sus dirigentes se tradujeran en un impulso destructivo orientado ciegamente contra el pasado y sus símbolos.

No hay diferencia, en ese sentido, entre derruir instituciones que costó una enormidad levantar, arrasar sectores económicos completos, atacar inversiones millonarias y de lenta maduración o encarcelar y desprestigiar a las personas que más se destacaron dentro de un orden que se considera maligno. Puestos a destruir, todo da más o menos lo mismo.

Con la esperanza en encontrar renovación en los escombros, este nihilismo no se detiene ni siquiera ante las premisas de su propia aparición histórica y hoy escarnece las ideas, las instituciones y las personas que ayer enaltecía, como abocado a un incesante comerse a sí mismo. Además implica un constante desplazamiento del poder hacia los agentes sociales más nocivos.

Frente a esto, ¿qué nos queda? Yo diría que aferrarnos a la razón, que nos consuela y guía porque es válida ayer, hoy y siempre; y aferrarnos también a la memoria, esa pequeña fe en los demás y nosotros mismos, que protege el bien porque le permite recordarse a sí mismo, convertirse en un ejemplo, reproducirse como un legado.

Escudados en la razón y la memoria, sobreviviremos el tiempo de la ira.

Página Siete – La Paz