Los muertos de Caparús

Manfredo Kempff Suárez

Estábamos prevenidos contra un accidente en la selva, un extravío en el monte, un naufragio en el río. Eran los riesgos que él asumía conscientemente. Noel Kempff Mercado no descartó nunca una contingencia desgraciada, más todavía la intuía. Era parte de su vida. Pero, ¿una muerte intencional? ¿Ser abatido a disparos por unos sicarios? Eso no pasó por la mente de él, ni de la familia, ni de tantos bolivianos que lo querían.

Cuando hace 25 años, por estas fechas, nos enteramos que nuestro tío había sido abatido en las alturas de la serranía de los indios Caparús o Huanchaca, quedamos sin consuelo y perplejos con el horror. No podíamos dar crédito a lo que nos decían: que Noel Kempff y dos de sus acompañantes de expedición habían sido acribillados.



El estruendo de unas balas en lo alto de la meseta acallaron el canto de las aves, silenciaron “las voces de la selva” y el ulular del viento cálido. Los hombres, heridos, mordieron la hierba bajo el solazo. Sin comprender nada el inquieto científico rendía su vida en uno de los parajes más hermosos de América. Esos parajes que debieron ser para la vida, para la admiración de la belleza, para la preservación de las especies, como él deseaba, y no para la muerte.

Tal vez murió donde hubiera querido morir, pero no en el momento ni en la forma. Morir en el monte pudo ser su destino; ése era el lugar que había amado y que había elegido. Pero no morir a manos de sujetos violentos, de pistoleros pagados, de quienes trabajaban en el negocio infame del narcotráfico.

Ese negocio despreciable se enseñoreaba en Santa Cruz por aquellos años; la obscenidad viciosa empezaba a apoderarse de Bolivia entera. El dinero fácil en malas manos compraba conciencias y obtenía gestos tolerantes de los pusilánimes. La sociedad no alcanzaba a comprender todavía cuáles eran los males del comercio de almas. La inocencia de algunos y el disimulo cómplice de otros ante el lujo rutilante no permitían avizorar los peligros que nos amenazaban a todos.

Hasta que se oyeron los disparos en la meseta de Caparús, allí en lo alto, y de pronto apareció ante el mundo entero el rostro del narcotráfico. Aunque se sabía de algunas actividades ilícitas, se produjo un remezón primero en Santa Cruz y luego en toda Bolivia. El pueblo se enteró que su organismo social estaba invadido, que había sido penetrado, que existían muy cerca sujetos que hacían negocio con la tragedia de otros pero que no mostraban su rostro.

Además del daño humano, además de la muerte que se podía causar a las personas, el negocio vil necesitaba matar la naturaleza para rendir frutos. Requería destruir los bosques para sembrar la hoja de coca, utilizar ácidos y sustancias que emponzoñaran la tierra y las aguas. El narcotráfico sólo puede sobrevivir si destruye. Primero mata a la naturaleza de manera inclemente y después al hombre. Termina con el canto de las aves y las voces de la selva antes de convertirse en riqueza corrompida.

Si algún beneficio puede tener el sacrificio de una vida – de tres vidas en este caso – éste tuvo el de despertar a la gente honrada y amedrentar a los negociantes de conciencias. Pese al dolor profundo de los deudos, quedaba el consuelo de una futura redención de los inocentes que habían estado ciegos. Pareció que así sería porque el repudio a los narcotraficantes se hizo sentir en toda Bolivia. No se los aceptó más en las casas decentes.

Sin embargo, un cuarto de siglo después, no estamos tan seguros de que el sacrifico se haya justificado. Porque los bosques y las aguas en el país están siendo hollados de forma inclemente otra vez. El narcotráfico está mostrando su cara más fea en estos años. Y la codicia por ganar dinero fácil se ampara en la abierta permisividad para invadir y adueñarse de los campos y los montes destinados a favorecer la vida. Ya no importa buscar el bosque virgen; ya no hay que esconder la mano ni la cara para fabricar droga. Se pueden avasallar los parques nacionales con absoluta prepotencia. Ya es posible expulsar pueblos enteros si éstos obstruyen el negocio sucio.

El culto a la Madre Tierra ha quedado en una retórica destinada a los extranjeros. Hacia fuera Bolivia aparece como avanzada en la lucha ecológica. Se dice que ha llegado una nueva época. Se rinden homenajes a la Pachamama, existe hasta una religión pachamamista, pero se permite que le abran profundas e incurables cicatrices a la tierra de los llanos. El discurso no refleja la realidad. Y los grandes espacios geográficos, los más fértiles, están en la retina de quienes han decidido que es mejor plantar coca que cosechar alimentos. Aunque muy pocos son los que ganan y muchos los que pierden.

Así vemos a Bolivia 25 años después de las muertes de tres personas que se encontraron de improviso frente a sicarios con órdenes de matar. No se supo nada de quienes mandaron disparar o un manto benevolente y cómplice los envolvió sin ninguna excusa ni razón. Y vuelve la pregunta que ahora atormenta: ¿Se justificó el sacrificio? Hoy lo dudamos porque el brazo largo del narcotráfico vuelve a campearse en la nación descaradamente. Y porque el miedo de los bolivianos ante su poder estremece de nuevo.