Claudio Ferrufino-Coqueugniot
¿Quién camina en la cuerda floja, Evo, la oposición, los marchistas del Tipnis, los cocaleros? ¿Y quién, o quiénes, son trapecistas? Hay diferencias.
Quizá demasiado sutiles en una región que por sí sola vaga a gran altura balanceándose entre el desastre y la épica.
Mucho asunto se ha removido con lo del Isiboro Sécure. El juego de los intereses a gran escala, léase multinacionales, enriquecimiento personal, colonialismo interno, choca con el de aquellos a escala más pequeña, háblese de supervivencia, preservación del entorno y cierto aprovechamiento de él por parte de las etnias que lo habitan. Revoloteando alrededor, como se espera en cualquier espacio político, una gama de oportunistas, gente de buena voluntad, hidalgos e infanzones, nativos y nativizados. De todo.
Hasta hace poco las cartas del mazo no es que estuvieran escondidas, pero bien disimuladas. Morales se hincó; no le quedaba otra, y ahora quiere revertir la caída, y para ello, en peligrosa movida, ha decidido volcar los naipes y presentarlos como son, aunque todavía cubriendo una mano que brilla incluso en lo oscuro. Por fin, azuzados por dirigentes y por el jefe máximo de las federaciones cocaleras, que funge asimismo de presidente de Bolivia, los sembradores de coca-para-cocaína se han destapado. Fuera de los jugosos dividendos que la construcción de la carretera traería a los jerarcas, el negocio principal, dicho de frente y bien claro: el narcotráfico, sería el mayor beneficiado.
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Los cárteles se caracterizan por su violencia. La ignorancia de la población de colonizadores del Chapare no cae en cuenta del riesgo. Existe una alucinación colectiva gracias a la explosión de dinero crecido como del aire. Coca y cocaína soslayan el esfuerzo y la dedicación del que lucha por crear un espacio que le permita vivir bien. Esta gente ha optado por el suicidio. Mientras remojan los pies en jacuzzis de lujo, si es que lo hacen, y denigran la selva con aparatosas vagonetas, las bases que sustentaban la familia, el futuro, van siendo minadas y finalmente consumidas por fenómenos asociados a la producción y tráfico de drogas. En diez años, a este paso, encontrarán que la ficción de tener objetos de lujo, o camiones, o columnas de yeso estilo Partenón en sus casas no habrá servido para nada. Irán devorando la tierra de a poco, cada vez más, y siendo de manera paulatina convertidos en meros agentes de la mayor y peor transnacional, la de la droga. Cuando suceda, se extinguirá para siempre el universo multicolor de las wiphalas, y ni soñar con sindicatos. Una férrea división de trabajo no ha de permitir desfases de ningún tipo. Los cocaleros, luego de fugaz intervalo opulento, retornarán al sendero que transitan desde hace quinientos años, el de bestias dóciles con un nuevo amo.
Eso por un lado. Por el otro, hay que considerar que la desidia de las potencias y hoy aliados internacionales no ha de ser eterna. Terminará la condescendencia de la península española -un ejemplo-, cuando la obvia derrota del socialismo dé paso a un endurecimiento que sumado a otros ha de ser fatal para mister Evo. La aparente debilidad de la administración Obama también ha de variar rumbo, obligada por las circunstancias y presiones asociadas al eterno tema de seguridad nacional. La guerra contra las drogas ya está reemplazando la aventura militar norteamericana en el fin del mundo. Se habla de desviar los ojos a un peligro cercano, el de los gobiernos del Alba ¿o del amanecer? Dirigir los cañones otra vez hacia el sur. El “vencedor” de la muerte, coronel Chavívar, a quien ni el cáncer se resiste, ha de mostrar los pies de barro.
Eso por hablar de cosas encima de la superficie. Ni mencionar la economía que afila unas garras que desgarran el acero. Por un momento pensé que su Excelencia era sonámbulo. Me doy cuenta ahora que funámbulo es, mientras la cuerda se tensa y se afloja y el viento sopla por donde menos se espere.
El Día – Santa Cruz