Modesto Yujo Bare tiene 68 años, la piel tostada por el sol y una actitud renovada hacia la vida. Me cuenta que hace apenas unos meses estuvo a punto de morir enfermo y alejado de los suyos y es difícil creerle. Cada poro de su piel exuda una vitalidad envidiable para cualquier adolescente.
Se me acercó cuando, sentado en una banca del cabildo de Gundonovia (comunidad que resguarda la puerta norte de ingreso al Parque Nacional y Territorio Indígena Isiboro Sécure), me hacía un control de azúcar con un glucómetro (me diagnosticaron diabetes hace cinco años). "¿Se está sunchando el dedo joven?", me preguntó jovial con esa calidez tan propia de los mojeños.
Aparentemente estaba bastante familiarizado con el procedimiento de control de glicemia. Se sentó a mi lado y comenzó a desgranarme la historia de los últimos meses de su vida, esa misma que casi termina de manera abrupta precisamente por la diabetes.
"Hace unos meses casi me muero. Estaba mal. Todo el día y toda la noche era tomar agua y orinar, orinar y tomar agua. Viera usted, no había nada que calme mi sed, el cuerpo me quemaba por dentro y me he enflaquecido una pena".
"En la posta de salud me dijeron que tenía que ir a Trini, que seguramente tenía Diabetes. Cuando llegué al hospital allá (señala al norte, a la capital beniana) me midieron el azúcar, tenía 392 (Miligramos de glucosa por decilitro de sangre). Me dijeron que tenía que hospitalizarme, que necesitaba medicinas, porque ya estaba en las últimas".
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"Como no tenía plata, pensé que al menos debía volver a mi casa para morirme, no quería morir entre extraños, así que cogí el bote de regreso, ya estaba listo para despedirme de todos, me sentía cada vez peor".
"En el viaje de regreso un viejo que me vio mal me preguntó, yo le conté lo que me pasaba y me dijo que tomara 30 semillas de mara (caoba o Swietenia macrophylla), una semillita en ayunas con agua tibia. No tenía nada que perder".
"Aquí crece la mara" me dice señalándome los enormes árboles que salpican las riberas del río Isiboro, "Así que yo mismo fui al monte a recogerlas. Tomé una cada mañana, durante treinta dias…".
Don Modesto jura que no tomó ningún otro medicamento, sólo la simiente de ese árbol tan codiciado por los madereros. "¿Y…?, pregunté. "Aquí me tiene, ya estoy guapo otra vez", me responde con una sonrisa. Mi desconfianza típicamente colla confabuló con mi curiosidad. Eran las 15.17 de ese caluroso y húmedo lunes 21 de noviembre.
Le pregunté a qué hora fue su última comida, respondió que comió arroz, plátano sancochado, yuca y un poco de pescado como dos horas antes (una comida rica en almidón y carbohidratos, la pesadilla de cualquier médico con paciente diabético).
El mojeño respondió al desafío que le planté: "¿se anima a que le haga un control de azúcar?". Respondió divertido: "métale, convénzase". Me tendió una mano callosa, curtida por la selva, me extendió el índice, ese dedo que los conquistadores mandaban a cortar a los indígenas para que no pudieran disparar con el arco y la flecha. La lanceta atravesó esa dura piel trinitaria para regalarme una gota escarlata de su indómita sangre.
El glucómetro absorbió la muestra y comenzó la cuenta regresiva, ocho segundos que se me hicieron eternos… entonces el resultado parpadeó irrebatible en la pantalla: 120, el índice glucémico de una persona sana a dos horas de una comida. Don Modesto no dijo nada, se fue sonriendo dejándome a solas con mi perplejidad.
Volvió a los pocos minutos junto a su compadre Ovidio Teco, traían una bolsa de plástico que abrieron ante mi con ceremoniosa calma. Contaron, una a una, 35 semillas de mara, celosamente cuidadas por una vaina helicoidal que hacen que las pepitas caigan de los árboles haciendo piruetas con el viento. Me las ofrecieron como regalo de vida, conscientes de que podrían cambiarme la existencia para siempre.
Ante la última resistencia de mi mente colonizada, manifestada en una mirada de desconfianza, Don Modesto me tomó del hombro y me preguntó sonriendo: "¿Qué puede perder?".
La farmacia de la selva
Se cree que hasta ahora tan sólo hay estudios serios sobre el 5% de las plantas que los habitantes de la selva amazónica americana vienen utilizando desde hace siglos para curar diversas dolencias que van desde la picadura de los mosquitos, pasando por la fiebre, hasta el dengue. Una de las documentaciones científicas más extensas se refiere precisamente a los efectos hipoglucemiantes (que reducen el azúcar en la sangre) de las semillas de la mara o caoba.
La literatura disponible en Internet habla de estudios realizados en ratas inducidas a la diabetes de tipo II a las que se administró semillas de Swietenia macrophylla. Los resultados demuestran una disminución, no sólo de los niveles de glucosa en sangre, sino también del colesterol.
A partir de la invasión europea, casi la totalidad de los conocimientos ancestrales de los pueblos indígenas se desecharon. Primero fue una cuestión militar: era necesario aniquilar no solamente a los indios, sino todo vestigio de su civilización.
Más tarde la masacre fue cultural: en la visión del hombre blanco los indios no tenían cultura, sino folklore; no tenían ciencia, sino superstición; no tenían medicina, sino brujería… el racismo heredado, junto al colonialismo interno terminaron por sepultar los conocimientos acumulados durante siglos.
Hoy la última guerra es económica. Aún a sabiendas de que las curas a las más serias enfermedades que enfrenta la humanidad podrían estar escondidas en las selvas tropicales de todo el mundo, a las grandes corporaciones transnacionales les conviene más fabricar alivios transitorios y mantener su cuota en el mercado de la morbilidad humana. Porque los enfermos son los que gastan en medicamentos y no así las personas sanas.
Arturo Choque Montaño, ERBOL