Sentido común

Edson Altamirano Azurduy*

ALTAMIRANO Está claro que el mito, como una forma de interpretación de la realidad, al instalarse el saber filosófico y luego el científico, dejan de ser – al menos en el mundo occidental – la manera como se interpretan los fenómenos de la existencia y sus avatares. No fue una instalación de facto. La ruptura y alejamiento del paradigma prefilosófico, es un devenir parcelado. Tiene su mejor anclaje – como alejamiento – en aquellas sociedades que lograron manipular la naturaleza de manera menos intuitiva; comprendieron que el caos del entorno físico, tiene cierto tipo de regularidades, que no son producto de un ánima que las gobierna, y por tanto, su control, tampoco depende de la cábala del destino y de la utilización de artificios mágicos para que desaparezcan, o se hagan presentes; fue necesario el conocimiento de estas regularidades naturales, por las que dichas sociedades – de manera más reflexiva y menos intuitiva – asumieran el control de los fenómenos, poniendo en práctica la construcción de artefactos (primero rudimentarios y después más tecnificados), que posibilitaran su dominio.

La invención de estos artefactos de control y manipulación de la naturaleza, debieron acuñarse en sociedades expuestas a un duro régimen de sobrevivencia, y donde no eran suficientes los rituales a un sinfín de deidades, que gobernaban con inclemencia los fenómenos naturales, y hacían de los hombres marionetas al vaivén de sus designios. La escisión con el pensamiento mítico, pudo deberse tras una dura reflexión sobre el sufrimiento. Reflexión que está a la base del origen de la conciencia; es decir la construcción de una realidad artificial, gobernada por individuos, donde las figuras sobrenaturales se diluyen, para dar paso a una entidad colectiva que se gobierna a sí misma. Este proceso consciente, de manipulación del mundo, no se da en solitario, entre individuos desconectados unos de otros, por el contrario, es un proceso que se da en comunidad; era vital para estas sociedades antiguas, el pacto común; un acuerdo que condicionaba a los miembros del grupo a asumir un compromiso colectivo, por el bien de todos. Es esta conciencia colectiva, la del bien común, que posibilita la construcción del andamiaje social y cultural de los pueblos, con la mediación, también pactada, de artefactos e instrumentos que hacían como puentes entre la sociedad organizada y la realidad inmediata, al principio caótico, luego estructurado.



De esta realidad manipulada y condicionada a la voluntad de los Hombres, se desprenden los saberes: suma de hábitos estereotipados que se transforman en habilidades diversas y que luego darán cuenta de conocimientos, más disciplinados, que para ser evocados en el futuro requerirán de herramientas donde los mismos se vean plasmados. Es un fenómeno diacrónico de acumulación de saberes que se prolonga por muchos siglos, con rupturas y saltos, y que dan cuenta de la escalada del conocimiento natural hacia el conocimiento científico. La acumulación de los saberes, su producción y reproducción disciplinaria, es lo que se conoce como ciencia.

A la base de la ciencia – conocimiento científico – o más bien, el punto de partida de este tipo de conocimiento mejor disciplinado, está el conocimiento de sentido común o conocimiento práctico, la adherencia de los individuos a su realidad más inmediata – fenoménica – una realidad cambiante, desorganizada que requiere para su control la comunión pactando, como ordenar la realidad para controlarla y ponerla al servicio del bien común. El sentido común se convierte en el tamiz de interpretación de la realidad inmediata, que circunda a los miembros de una sociedad o grupo; es en el consenso que esta realidad es clasificada y organizada, y la que deviene jerarquizada. Por tanto, el sentido común – como conocimiento pactado – es el que actúa como sensor de la adherencia positiva (adaptación), o negativa (inadaptación), de tal individuo o grupo a la realidad inmediata.

El pacto de conocimiento de sentido común, no es arbitrario, tiene su contrapartida en una realidad producida por la experiencia de los individuos operando en su contexto más próximo. Es un acuerdo colectivo, racional, metódico que establece pautas a veces laxas u otras más rígidas, de convivencia entre los miembros de un grupo o sociedad. La flexibilidad o rigidez de estas pautas o normas de convivencia, dependerán de cómo el colectivo, ha internalizado su realidad objetiva. Cuando hablamos de realidad objetiva, no solo hacemos referencia al mundo físico, sino también al material, construido por el hombre, pero también a aquella memoria acumulada en usos y costumbres socioculturales, en pautas de comportamiento socialmente aceptados, y en protocolos pre – escritos que prescriben una ruta conductual, actitudinal e incluso de postura corporal frente a determinados rituales de la vida cotidiana. Así, el estrechar la mano como muestra de cordialidad y apego fraterno, el beso en la mejilla, en señal de aceptación de una posible amistad, el buen día matutino o la gracia vertida a la culminación de una cena deliciosa, son repertorios conductuales que devienen de una acumulación de ritos de sentido común prolongados en el tiempo; el cómo estos rituales cotidianos se traduzcan en la convivencia, darán cuenta de un sujeto muy o poco adaptado a su entorno.

Una característica fundamental del sentido común, es que se presenta como un producto socialmente elaborado en el tiempo, fruto de la experimentación de los individuos en interacción; el sentido común no es a priori, tampoco se da por generación espontanea, es un proceso de acumulación de conocimiento metódico, jerarquizante, excluyente, que nos muestra el camino de cómo convivir en sociedad de manera mejor adaptada; Así, el sentido común es el primer eslabón en la escalada de conocimientos más disciplinados.

Las sociedades que han conseguido mayor acumulación, producción y reproducción de conocimiento de sentido común, lograron la transmisión de sentidos comunes más complejos en la interacción de sus individuos. Sociedades que asimilan, sobre la base de lo preexistente, conocimientos sofisticados y complejos, por influencia minoritaria del saber científico o a partir de hábitos antes exclusivos de los grupos de poder, que luego se filtran y se extienden al conjunto de la población.

Un ejemplo de este fenómeno de ampliación de conocimiento de sentido común, por influencia minoritaria, es lo que aconteció en Francia con la historia del Chocolate. Un producto proveniente de la Indias occidentales, entra a la corte de Versalles con gran impacto. La cocina real descubre múltiples usos de este fruto: en brebaje líquido caliente y frio, concentrado en pasta, como menjunje que acompaña a un retazo de pan, etc., pero lo más interesante, es que esta misma cocina que descubre los variados usos del chocolate, crean un protocolo sistematizado de pautas conductuales de cómo debe ser consumido cada producto. Así, el gesto de la manera como se eleva el vaso – uno creado para este fin – entre ciertos dedos de la mano derecha: pulgar, índice y medio, se hacen de un tasa curiosa, compuesta por un solo mango, que al asirla con los dedos señalados, deben ser llevados sin ser vaciado hacia una distancia prudente de la nariz, encargada de percibir el aroma que desprende el exótico manjar, para luego ser sorbido con los labios un tanto pronunciados, a la manera de un intento de beso cerrado, el mismo que servirá como posadero de la boca del vaso, el cual es inclinado por los dedos para depositar el elixir en las papilas del soberano. Todo este ritual de servicio del chocolate, se presenta como una escena que tiene como espectadores a los acompañantes varones y mujeres de la corte, los que observan callados la actuación del rey, el mismo que después de degustar la bebida deposita el vaso en una fuente de platería, toma con las puntas de los dedos de ambas manos una servilleta de lino blanca, para ser llevada a los labios, ahora cerrados, y en gesto de limpieza, posa la servilleta en los mismos con mucha delicadeza; retorna el paño a la fuente, eleva la mirada a los miembros de su corte, baja leve la cabeza en señal de gusto y asentimiento, para dar paso a un contundente aplauso por parte los suyos, así todos están habilitados a probar el elixir.

Esta escena y otras más que derivan del uso del chocolate, son reproducidas en teatralizaciones puestas en marcha por escritores que gozan de la confianza de la corona; muchas de las mismas se presentan como sátiras en contra de la corona, en teatros rudimentarios donde acuden los plebeyos para divertirse y burlarse del rey y sus acompañantes. Sin embargo, tras la revolución francesa, lo que antes era de uso exclusivo de la corte de Versalles, se extiende como uso del vulgo, de la sociedad. Un protocolo exclusivo de un grupo minoritario, es filtrado y extendido a la población, se genera un conocimiento de sentido común. Lo que nos muestra la historia del uso del chocolate, es la historia de la educación protocolar de la sociedad francesa post revolucionaria.

Es una muestra de cómo el sentido común opera y se reproduce, además nos señala otra característica de la misma, su carácter multiforme; es decir, el sentido común es tal en la medida que responde a las necesidades del grupo en el que opera. Hay tantos sentidos comunes como grupos que los ponen en práctica; así, el individuo que circunda varios grupos debe tener la capacidad de asimilar los sentidos comunes que en estos se practican; o por lo menos limitarse a ser discreto o pasar desapercibido, a costa de no rayar en la imprudencia o la desubicación de sentido.

En la actualidad, existen otro tipo de sociedades; sociedades como la nuestra, que si bien tienen una larga historia en la acumulación de conocimiento, conocimiento práctico, es decir de sentido común, hemos caído en un entrampamiento, una historia que nos lleva de forma errática a reproducir errores. Un proceso de acumulación irreflexivo, reproductor de saberes acumulados que tienen como característica la fijación en etapas míticas de interpretación de la realidad. El culto por lo sagrado, por la naturaleza anímica, una vida manipulada por hechizos, encantamientos y donde los individuos nos encontramos a merced de una trama manipulada por entidades suprahumanas, que requieren ceremonias habituales de persuasión para no desfallecer. La pachamama como madre viva de la tierra, la devoción al tío de la mina, el macharisk´a o enfermedad del ánima que deviene por el susto, la clarividencia que alumbran las hojas de coca, la menstruación de las mujeres como sinónimo de mal augurio para las cosechas, etc. Son entre muchos otros, los vestigios evocados de un pensamiento mítico, que nos hace actuar así, en una realidad opuesta a esta lógica. Haciendo analogía a un disco de vinilo rayado, el que genera una repetición interminable de una misma partitura o nota musical, nuestra existencia traduce esa falla de sentido, un perpetuo patinaje sobre un mismo guión, una secuencia equívoca que nos hace cometer los mismos errores, sin aprender de ellos.

Esta interpretación mítica de nuestra realidad, donde Tunupa o Mama Okllo, se reinventan de forma cotidiana y así, extendiéndose los otros mitos de la cosmología quechua – aymara, en la vida diaria, por su ampliación intrusiva al resto del constructo social boliviano, han creado una realidad disociada, haciendo del pensamiento de sentido común, un pensamiento enraizado en lo mítico; por tanto, la acción práctica de los individuos es una acción dislocada del sentido de realidad, porque el mito no es la realidad, es una interpretación prosaica de ella y como tal, no tiene un estatuto de evidencia.

Como el sentido común de sociedades como la nuestra, se hallan mediadas por una entidad trascendental, un demiurgo que interviene nuestras acciones con la realidad, hemos preferido, por equivocación, no hacernos cargo de nuestro destino, no enfrentarnos con el, para modificarlo. Hemos preferido dejar de prever nuestra vida; de prever la regularidad de los fenómenos naturales que nos afectan; hemos también dejado de prever la construcción de una sociedad más justa y equilibrada, con medios y servicios creados para tal fin, dejando tales soluciones a la cábala del destino.

Observamos como nuestro futuro se va de las manos, porque no tenemos la suficiente capacidad de prever con sentido común, el tipo de sociedad que nos toca vivir en un universo de relaciones cada vez más interconectado. Planificamos una realidad exenta del sentido común, pero creemos hacerlo con esa sabia herramienta, cuando decimos que tal proyecto es comunitario, por el simple hecho de haber sido consensuado en una reunión masiva: proyectamos y ejecutamos la construcción de una calle con adoquín, antes de haber previsto la canalización de agua y alcantarillado; aprobamos la construcción de un coliseo techado sin antes tener un adecuado sistema de agua potable, alcantarillado o electrificación; nos constituimos en un municipio con vocación productiva cuando sufrimos de sequia o inundaciones por periodos prolongados; nos nombramos ser una capital o chocolatera, o turística, o arrocera o, etc., cuando ninguna tiene la capacidad de generar dicha actividad o es carente de ella; nos consideramos un país libre de analfabetismo, cuando el 80 % de la población no tiene una lectura coherente de su realidad y de su vida, ya que no hemos logrado tener la capacidad de diferenciar entre medios y fines; un país donde el originario que se dice guaraní, quechua o aymara, reproduce su lengua en forma parcial, pues solo sabe evocarlo oralmente, porque la transcripción escrita de los mismos (gramática), ha estado desde siempre vetado a su uso práctico, con la consiguiente insuficiencia de sentido crítico. Creemos como país tener el castellano más puro, y sin embargo no tenemos la capacidad de entendernos, porque algo falla en el mensaje o en su configuración, pues un mismo mensaje es tan mal interpretado que se requieren procesos largos de sensibilización grupal para que una idea minúscula sea comprendida. Algo de nuestra educación formal se encuentra incompleta, pues la lógica, la gramática y la comunicación del castellano no tienen una relación lineal en su uso, por el que muchas veces se tiene dificultad en la comprensión de un texto, una teoría y peor aún, de la realidad (pareciera que la comprensión de esta fuera al revés). Se tiene como ejemplo que el teórico o intelectual requiere anclar la teoría en ejemplos triviales, hace uso y abuso de elementos simples para que los más entiendan la configuración de un concepto; el uso recurrente del ejemplo para poder entender un constructo teórico, da cuenta de una carencia en la apropiación de lo abstracto. Demasiado ejemplo nos remite a un entendimiento pobre y simplista, cuando la realidad actual se muestra cada vez compleja. Lo mismo pasa con el político – nuestros agentes de representación – han decaído en el empobrecimiento de su discurso, un discurso vaciado de sentido, vago, soez y viciado en imposturas, como sustitutas por la ausencia de conocimiento. Se sienten en el derecho de manifestar ideas desubicadas e incongruentes, por el solo hecho de ostentar un curul. Nuestros diplomáticos, siguen con linealidad y torpeza los exabruptos de palacio; exponen la vida íntima de los bolivianos en eventos internacionales, donde prima la formalidad, el recato y la diplomacia; alguien nos hizo creer que nuestra picardía criolla, plagada de insolencias verbales, puede ser reproducida en todo lugar y acontecimiento, incluso en la ONU, la OEA y otros. Nuestro presidente y sus diplomáticos, con ausencia de sentido común, se aventuran, frente a los máximos representantes del planeta y capturados por los lentes de cadenas de televisión mundiales, a realizar declaraciones vergonzosas; vierten criterios sin fundamento científico, como si se trataran los oyentes de comunarios de alguna central o subcentral campesina, que tras la ocurrencia insolente del mandatario, se oyen carcajadas de asentimiento, calificando sus des – ideas. En Europa, Morales es visto como un hombre “simpático”, así como de simpático resulta ser para los científicos un chimpancé que ha aprendido a manejar ciertas teclas de un ordenador, para ser recompensado con una banana.

Bolivia se considera un país tolerante por el sólo hecho de tener una conformación multicultural, pero donde un otro cultural se hace intrusivo, avasallador, depredador de los usos y costumbres del otro diferente. Nos consideramos un país con espíritu comunitario, cuando las más de las veces violamos la esencia de este espíritu, el del bien común, no se piensa como pertenecientes a una nación, sino a un partido político, un movimiento social, una logia, un clan, una cooperativa, una asociación, una federación, un sindicato, una familia, un individuo; nos sentimos en el derecho de bloquear y paralizar todo el país aunque las demandas de nuestras actividades, en un gran porcentaje, ronden lo ilícito e ilegal. Bolivia no es un ejemplo emblemático de respeto al bien común; todo lo que acontece en ella tiene espíritu mezquino e inmediatista. Tendríamos que hacer una nueva lectura del “Pueblo Enfermo” Arguediano, no como un tratado de racismo, sino como un retrato psicosocial del ser boliviano en la actualidad. Posiblemente retratarnos en un espejo nos haría ver, con mayor certeza, por donde nuestro barniz se halla pringado de odios y resentimientos.

Por último, nada más equivoco en política internacional, la defensa irascible de la hoja de coca, un arbusto natural carente de sacralidad; un cogollo de hojas elipsoidales que tienen la virtud – limitada por cierto – al igual que otros arbustos, de contener ciertos usos homeopáticos. La forma más sana de adicción – drogadicción – y dependencia por algo innecesario es el pijcheo o boleo de su hoja, así como que la manera menos perniciosa de alcoholismo es su uso desmedido en ocasiones especiales. El problema es el mismo, la dependencia. Así, entre el consumo de la hoja natural y su derivado psicotrópico – cocaína – lo que causa dependencia, es la habitualidad en su consumo; con la diferencia que para el alcance de la una se utilizan medios ilícitos en su obtención, en cambio la otra tiene su normalización de consumo en el constructo social. Cualquiera de las dos formas, el consumo del derivado o del producto natural, por la habitualidad de su uso, encontramos una adicción evidente. El consumo de ambas tiene una finalidad unívoca, el bloqueo y adormecimiento del organismo, contra el hambre, contra el sueño. Una prolongación nociva del estado de vigilia, para el trabajo extenuante o la diversión, que siempre se halla acompañada por dosis elevadas de alcohol. Ambas actividades, la una socialmente aceptada, la otra mezquina en su consumo, adormecen el organismo y predisponen al mismo a un sobre esfuerzo, con el consiguiente debilitamiento del cuerpo y sus funciones regulares. Sea una vía o la otra, la muerte sobreviene, una más acelerada, la otra un poco prolongada; ambas muertes devienen por un déficit alimentario, porque la hoja y su derivado blanquecino, no suplantan la gama de nutrientes que requiere el organismo humano para la sobrevivencia.

El sentido común, como una forma práctica de conocimiento de nuestra vida cotidiana y de nuestras relaciones sociales elementales, debe ser incorporado como saber esencial en el currículo educativo; junto a una enseñanza que profundice el dominio de la estructura del idioma castellano y el uso correcto de la lógica tanto simbólica como matemática, deberían ser los temas que se debatan en reformas educativas, y dejar de lado recetas multiformes que nos alejan de la claridad que nos brinda el sentido común en todas sus esferas.

*Psicólogo