Hombres que disparan

Fernando Molina

fernando_molina El esquema de los hechos nos es familiar. Lo hemos visto repetirse con dolorosa frecuencia en Estados Unidos, sobre todo, pero también en Europa e incluso, hace como un año, en Río de Janeiro. Asesinatos inexplicables y masivos; un individuo perturbado que dispara contra las personas que encuentra a su paso, sin más culpa que haber compartido con él un mismo centro de estudios o un trabajo ocasional. O haber ido de compras al supermercado en el momento en que a él le llega el colapso.

¿Qué pasaba por la mente del más reciente de estos “hombres que disparan”, James Holmes, mientras mataba a 12 y hería a casi 60 personas en el estreno de la última entrega de Batman, armado hasta los dientes y disfrazado como un loco de cómic (cuando era un loco real)? Es probable que nunca se sepa del todo. Los informes sólo dicen lo que en estos casos es “común”: que era muy solitario y tímido; que vivía un periodo de ostracismo y depresión (había comenzado a fallar en sus estudios de neurociencias, en los que antes destacaba grandemente); que nadie creyó necesario o quiso ayudarlo.



Probablemente la amenaza que representaba ser expulsado de la universidad fuera el desencadenante del episodio psicótico. Sin embargo, podemos apostar que las fuentes de la ira y el ansia de Holmes eran más hondos que la posibilidad de dejar de ser el brillante “nerd” que había sido hasta poco antes de su trágica aparición sobre ese escenario, en el que trató de fundirse con las proyecciones de ficción del cinematógrafo.

Intensificación máxima de la evasión: identificarse con una fantasía al punto de reproducirla en la vida real. De ahí que algunos hayan reaccionado culpando a la industria cultural, que pinta las pesadillas como si fueran sueños. Algo de razón tienen: las historietas y películas, banalizando sistemáticamente el mal, proveen a los adolescentes actuales de un imaginario desprovisto de sexualidad (por lo menos de una sexualidad transparente y sana), pero repleto de violencia, sangre, depresión. Esto dice mucho de las empresas de entretenimiento, de sus concepciones del mundo, de lo que en realidad temen; pero también de la mentalidad de la audiencia que convocan.

Y sin embargo, aun así, aunque el ambiente cultural esté enrarecido, aunque desde chicos se nos inculque una mala idea de lo que es el arte y lo que puede lograr con nosotros (una idea conservadora y hasta “torcida” de nuestras relaciones vicarias con el placer), esto no produce criminales per se. Ni siquiera si se suma a la abundancia de armas de fuego que padece -con gran orgullo- la sociedad estadounidense, pues ésta facilita pero no explica el brote siempre horroroso, siempre misterioso, de los “asesinos aleatorios”.

Los estudios sobre estos criminales tampoco han iluminado demasiado el campo. Los psiquiatras que analizaron el caso del estudiante coreano Seung-Hui Cho, quien hace cinco años mató a 32 universitarios en el Virginia Tech, concluyeron que los factores de riesgo son: ser parte de una minoría étnica en un medio estudiantil o laboral muy agresivo; ser varón y pertenecer a una cultura que supone que la violencia constituye un medio legítimo para hacerse valer (habría que añadir: que ve las armas como extensiones-prótesis de la virilidad); tener dificultades de comunicación y socialización; no contar con una familia o tener una pero disfuncional.

Holmes confirma estas propensiones, excepto porque era étnicamente igual a sus víctimas.

Por otra parte, los psiquiatras suponen que los actos de los que hablamos son el resultado de una combinación compleja de causas: adversidades sociales, deficiencias y extravíos familiares y personales, y un mal funcionamiento del sistema de detección de enfermedades mentales. Responsabilizando a todas las instancias, claro está, es difícil que se equivoquen. Y también que nos ayuden a entender el fenómeno.

Lo único profundo que sabemos sobre este tipo de crímenes, entonces, es que tiene una relación directa con la despersonalización que produce la sociedad de masas. Sólo en este ambiente extraordinariamente diverso y laxo, el de las grandes ciudades, es posible la “soledad radical”, tan escabrosa que quien se ubica en ella puede concebir la realización de una matanza como un medio para comunicar (culpar) a los demás (por) su sufrimiento.

Página Siete – La Paz