Democracias y demócratas en la Bolivia contemporánea

Aitor Iraegui B.

aitor Sobre lo único respecto a lo que casi todos los bolivianos parecen estar de acuerdo cuando se habla de política, es sobre lo nefasta que fue la democracia entre 1982 y 2003, a la que (peyorativamente, como si lograr acuerdos fuese algo intrínsecamente malo) se conoce como “democracia pactada”. Encontrar un solo defensor de este periodo político es casi tarea imposible, no sólo porque se ha instalado firmemente en el imaginario colectivo la idea de que fue (poco más o menos) el peor momento de la historia boliviana -lo que demuestra el éxito de la propaganda y el fracaso de la memoria- sino también porque los que creen que la democracia pactada realmente no fue tan mala, en general consideran que es mucho más inteligente no decir nada al respecto.

Sinceramente yo también lo creo, pero como lo inteligente y lo necesario no siempre van de la mano, qué menos que comenzar un artículo sobre los 30 años de democracia que rompiendo una lanza a favor del monstruo. Así que voy a decirlo de una vez: la democracia pactada fue, a mi juicio, un momento especialmente relevante en la historia política del país y aunque no le faltaron los defectos, tuvo también muchas virtudes que quizás, con el tiempo, los bolivianos decidan rescatar.



Empecemos sin embargo por aclarar que lo que popularmente se denomina “democracia pactada”, en realidad no define al modelo democrático sino al sistema de partidos y por lo tanto es una expresión (yo diría que no muy afortunada en la medida que desacredita algo tan sano como el pacto político) para referirse a lo que se conoce como un sistema pluralista moderado; es decir, la existencia de unos pocos partidos relevantes que, dentro de una sociedad fragmentada que no le da la mayoría electoral a ninguno de ellos, deben necesariamente ir configurando sucesivas coaliciones apoyándose entre sí y en otros partidos más pequeños.

Este sistema se ha dado en muchos otros países y no pocas veces ha funcionado bastante bien. Para empezar, obliga a llegar a acuerdos y a flexibilizar posiciones y, aunque sólo sea por eso, ya es bastante más saludable, desde el punto de vista democrático, que cualquier mayoría absoluta. Por supuesto que aunque toda coalición implica una renuncia ideológica y programática (y efectivamente las diferencias ideológicas entre los partidos tienden a reducirse en los sistemas pluralistas moderados) no necesariamente se debe llegar a la situación de Bolivia, donde el sistema fue degenerando en un procedimiento prebendal que renunció, a veces de un modo bastante grosero, a casi todo lo que no fuera negociar puestos, cuotas y porcentajes; claro que no toda la culpa se le debe echar a los pactos, porque también coincidieron otros factores como, por ejemplo, la influencia de una cultura política históricamente clientelar. De hecho, y sin que esto modifique la responsabilidad de los gestores del periodo, aceptemos que muchos de los defectos que generalmente los ciudadanos le atribuyen a la democracia pactada (cleptocracia, corrupción, burocracia, ineficiencia, abuso de poder, etc.) no son en absoluto exclusivos de este periodo de la historia boliviana.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Aunque este loteamiento del poder es lo más recordado de la democracia de esa etapa, en realidad ese no fue su aspecto más desafortunado y peor fue su tremendo déficit representativo. La democracia del 82 (deliberadamente o no) no estuvo diseñada para promover una representación amplia y plural de la nación boliviana y fue una democracia claramente oligarquizada que, al tiempo que reponía lo que los militares le habían arrebatado a la sociedad (la libertad, las garantías y los derechos políticos), se delineó para que una élite muy pequeña y con muy poca movilidad gobernase indefinidamente, lo que en la práctica apartó de la política a los sectores populares, a los indígenas y a todos los que no formasen parte de un grupo muy reducido desde el punto de vista socio-económico y cultural. En esa situación de competencia política muy comprimida, el voto no cumplía un papel regulador ni se vinculaba a la demanda, la política y las mayorías se distanciaron irreparablemente y los grupos emergentes tendieron a promover situaciones antisistémicas.

Pero aceptar que esta democracia poseía graves fallas no implica renunciar a reconocer su gran aporte en muchos campos. En primer lugar, ésta fue la primera democracia que ha habido en el país y eso ya debería ser más que suficiente para que merezca un reconocimiento. Tras 150 años sufriendo (salvo breves períodos) severas autocracias, Bolivia pasó a ser un país con libertades, garantías y derechos y con cierto (aunque limitado) nivel de representación política. Por lo tanto, después de 1982 nada volvió a ser igual: había libertad, oponerse al gobierno no era un delito ni tenía consecuencias negativas y se instaló en el país la sana cultura de resolver los problemas colectivos en el ámbito de la política.

Es verdad que, demasiadas veces, se dejaba de lado a las grandes mayorías que eran sólo observadoras pasivas de todo lo que sucedía, sin embargo esto no desvirtúa el hecho de que fuera posible pacificar notablemente la torturada vida política nacional. El resultado fueron veinte años de libertad, estabilidad política y gobiernos que en general acababan con normalidad su gestión y que, además, avanzaron, como nunca antes, en la conformación de un Estado de Derecho y en su institucionalización.

Si llegado a este punto algún lector muestra cierta incredulidad, le recordaremos que estamos afirmando que se avanzó como nunca antes, no que se progresó de manera suficiente o de un modo que la sociedad entendiera como adecuado y satisfactorio. Esa satisfacción no existía, entre otras cosas, porque la demanda acumulada era inabarcable y porque, tras largos años de dictaduras, la sociedad esperaba de la democracia mucho más de lo que una democracia imperfecta fue capaz de darle. Sin embargo, los logros fueron interesantes y han sido injustamente menospreciados.

Recordemos, por ejemplo, que con la Ley SAFCO se promovió el control de la corrupción en la administración pública; que se realizaron dos reformas constitucionales, incluyendo la de 1994 que reconoció el carácter multiétnico y multicultural de Bolivia. Que en el ámbito judicial se aprobó la Ley de Organización Judicial, el Consejo de la Judicatura y el Tribunal Constitucional; que se implementó la Ley de Participación Popular que transformó a los municipios; se llevó adelante la Reforma Educativa que estableció la interculturalidad como uno de sus pilares básicos; la Ley Forestal introdujo el derecho de los indígenas a explotar sus recursos y la Ley INRA fijó el concepto de la función económica y social de la tierra. Además, se aprobó la Ley de Agrupaciones Ciudadanas y Pueblos Indígenas que (aunque tarde) eliminó el monopolio de los partidos y permitió a los pueblos indígenas participar en la política según sus usos y costumbres. Sin duda no todas estas reformas lograron los cambios que se esperaban de ellas, pero algunas, por ejemplo la Participación Popular, transformaron radicalmente el país y si bien no se acabó con la pobreza, ni con la exclusión, ni con la injusticia social, la situación era incomparablemente mejor a la de cualquier periodo autocrático anterior.

Además, pese a lo que generalmente se cree, también se avanzó en la institucionalización y en los controles democráticos. Se suele, con razón, recordar el clientelismo, las masacres blancas o el nepotismo, pero durante ese periodo también se creó el Defensor del Pueblo, se institucionalizó una Corte Electoral independiente (la única que recuerda el país), las autoridades judiciales se elegían por dos tercios del legislativo y se aprobó el Estatuto del Funcionario Público, la Carrera Administrativa y la Superintendencia de Servicio Civil. Para quien piense que todo fue puramente nominal, es quizás bueno recordar la Defensoría del Pueblo de Ana María Romero (que fue nombrada en el gobierno de Banzer y más tarde sería senadora del MAS) o de Waldo Albarracín, la Corte Electoral con Huáscar Cajías o con Luis Ramiro Beltrán, o la Corte Suprema de Rodríguez Veltzé. Entonces, guste o no, lo cierto es que se lograron importantes avances democráticos. Se puede cuestionar si fueron suficientes, pero sería un error (y una injusticia) pretender negarlos.

Sobre lo que sí no existe el más mínimo consenso es respecto a los atributos de la democracia que vino tras el fin de la democracia pactada y el inicio del “Proceso de Cambio”. Los opositores hablan de autoritarismo, de dictadura, e incluso, lo que es una desproporción, de totalitarismo; mientras que desde el oficialismo se afirma, lo que también es excesivo, que es la mejor democracia posible: una en la que el pueblo realmente ha tomado el mando y dirige sus destinos. Ciertamente entre ambos extremos es difícil establecer cuál puede ser la verdad y ante qué tipo de democracia nos encontramos, por lo que sólo queda fijar una posición y tratar de argumentarla lo mejor posible. Mi opinión es que el gobierno del Presidente Morales es un gobierno democrático que se caracteriza por haber promovido una mejora cualitativa y cuantitativa de la representación, junto a un desarrollo formal de la democracia participativa y un sensible empeoramiento de la calidad de las garantías, los derechos y las libertades políticas. Trataré de explicarlo brevemente.

Si con la Revolución del 52 el pueblo conquistó el derecho a votar, el año 2005 el pueblo boliviano se ganó el derecho a elegir y a ser elegido y eso, afortunadamente, no parece que pueda ser revertido. Así, es claramente perceptible el genuino esfuerzo por parte del gobierno del Presidente Morales de empoderar a sectores tradicionalmente excluidos y cómo la presencia activa de indígenas, campesinos y mestizos se ha vuelto algo normal en todos los poderes del Estado. Esta ampliación de la representación es excepcionalmente relevante y es quizás el logro más importante de la democracia boliviana en los últimos veinte años, porque por primera vez los sectores populares eligen a sus verdaderos representantes y estos defienden sus intereses en puestos claves de la administración. Pero debe quedar claro que estamos hablando de una mayor y mejor representación, que es muy distinto a suponer que los sectores sociales gobiernen directamente o se autogobiernen y, en ese sentido, es quizás bueno recordar a Popper cuando afirmaba que las clases nunca gobiernan y que los gobernantes son siempre “ciertas personas”, para añadir luego que “sea cual fuere la clase a la que puedan haber pertenecido, una vez que son gobernantes pertenecen a la clase gobernante”.

Es curioso constatar cómo pese a que la modificación de los parámetros de representación es tal vez el mayor aporte del gobierno del MAS a la democracia boliviana (y seguramente su legado político más trascendental) desde el oficialismo desacreditan permanentemente la representación y siempre se refieren a la democracia participativa como la verdadera democracia a la que se debe aspirar. Esta vocación “participativista” tiene muchos orígenes, entre otros la tradición de la democracia directa de las comunidades rurales o la práctica asamblearia en los sindicatos, pero también la lógica populista de lo que se conoce como el “hiperdemocratismo”, es decir, recelar del sistema representativo que finalmente consideran un instrumento de las élites decadentes e idealizar la imagen de unos ciudadanos activos, informados y consecuentes que participan, alegre y dinámicamente, en la política.

Es cierto (y debe ser aplaudido) que durante el gobierno del Presidente Morales se ha avanzado notablemente en el desarrollo constitucional de los mecanismos de democracia participativa, pero también es evidente que en los hechos la democracia real promovida por el MAS no es, al menos de momento, sustancialmente más participativa que la de los gobiernos democráticos anteriores y que en muchos casos las nuevas normas imponen más trabas y dificultades a la participación que la legislación de muchos de los países vecinos. Esta contradicción entre la norma y la realidad quizás provenga del reconocimiento de que la participación es, finalmente, una limitación al poder que los gobernantes no siempre están dispuestos a aceptar, sobre todo considerando que la experiencia empírica sugiere que, en democracia, los procesos de participación suelen traer resultados no deseados para los que los convocan.

El tercer aspecto de la democracia actual es el retroceso en los derechos y las libertades políticas. Nos estamos refiriendo a retroceso y no a suspensión y por lo tanto no estamos hablando de dictadura, sino de una entidad distinta (aunque nada nueva y ya muy estudiada por las ciencias políticas) que podríamos denominar como democracia aliberal o autoritaria. Las fronteras entre democracia y autoritarismo no son necesariamente tan consistentes como se pensaba y la experiencia demuestra que es posible conjugar cierto grado de democracia con cierto grado de arbitrariedad. Así, aunque el gobierno posee la legitimidad democrática que le concede haber llegado al poder tras ganar elecciones competitivas, al mismo tiempo establece, en ocasiones abiertamente, su disposición a no someterse a todas las reglas del juego democrático, o bien porque no cree en ellas o bien porque las considera un impedimento para su proyecto político. En el caso boliviano esa arbitrariedad es claramente visible en tres ámbitos: a) el desapego al Estado de Derecho y el desafecto a la norma; b) la erosión de la situación de los derechos políticos y civiles; y, c) la judicialización de la política y el acoso a la oposición.

Sobre el primero de los aspectos, parece evidente que existe una notoria tendencia a reducir aún más la históricamente endeble independencia de los poderes públicos y que se está produciendo un retroceso en la ya frágil institucionalidad existente, lo que se acompaña por una explícita decisión de subordinar las leyes a la política, es decir, que el gobernante cree que su propósito político es tan importante para el interés general que no debe estar sometido a nada, tampoco al control de la ley si éste es un obstáculo. Esta situación genera, entre muchas otras cosas, una inevitable depreciación en la situación de las libertades y los derechos políticos y esta erosión (y sus manifestaciones como las leyes retroactivas, la violación de garantías judiciales o el hostigamiento a la prensa) ha sido denunciada por múltiples organismos nacionales e internacionales.

Ciertamente, ningún colectivo ha sufrido tanto por esta reducción de los derechos políticos y civiles como la oposición. El uso de la justicia para reprimir la discrepancia política es ya tan incuestionable que no hay forma de enmascararla y se manifiesta en que un número considerablemente alto de opositores (gobernadores, alcaldes, jefes de partidos políticos, legisladores, etc.) arrastran procesos judiciales, en algunos casos incluso decenas de ellos y por primera vez desde 1982 se han vuelto a escuchar historias sobre políticos detenidos, perseguidos o asilados y de ciudadanos bolivianos que son reconocidos como refugiados por terceros países. Sobra insistir en que esta situación, además del impacto personal que conlleva, disminuye extraordinariamente la calidad general de la democracia en la medida que perturba la convivencia y tarde o temprano daña su carácter competitivo. Es bueno recordar que, al menos en términos cualitativos, la oposición es una parte tan importante del pueblo como lo puede ser el oficialismo y que al agredirla se termina afectando la soberanía popular. Ciertamente, esta compresión de las libertades y de los derechos políticos, aunque es muy grave, no es, ni mucho menos, total ni ha minado irreversiblemente la competitividad del sistema. Es decir, que aún existe una oposición activa y también la posibilidad de competencia electoral. Por ello, en última instancia deben ser los ciudadanos los que, mediante su voto, decidan si es conveniente o no asumir menos libertad y peores derechos políticos en nombre de la justicia social o de la promesa de mejores condiciones económicas.

En 1982 los bolivianos recuperaron las libertades y en 2005 la representación. Si bien ambos logros no parecen ser, por el momento, acumulativos, sí demuestran la capacidad (y la sabiduría) del pueblo boliviano para comprender adecuadamente sus necesidades democráticas y para actuar en consecuencia. Cómo toda construcción compleja, la edificación de la democracia boliviana pasa por avances, retrocesos y nuevos avances, pero en general queda, como legado, la madurez democrática del pueblo y su disposición a mantener vigente un sistema que ya ha durado treinta años y que debe quedarse durante mucho tiempo más, porque, pese a sus muchos defectos, no hay duda de que es el mejor de los sistemas conocidos.

Nueva Crónica y Buen Gobierno