Droga en colegios es el síntoma, no el mal


Se necesita dar alternativas a la calle, la pandilla y las drogas. Expertos en pedagogía plantean que para frenar el consumo de estupefacientes hace falta que en los hogares se les brinde confianza a los menores. La ciudad debe darles opciones para la diversión

image El Deber, Santa Cruz, Bolivia

Christian tiene un rostro moreno y una nariz gruesa, gracias a una doble fractura que no cicatrizó bien. “En las escuelas es muy fácil meter droga. Uno puede entrarse sin que nadie le pregunte ‘quién es usted’ o ‘qué hace ahí’. Nadie controla si es estudiante o padre de familia. Uno entra y comienza a ofrecer”, dice, con el desgano de quien comenta algo obvio.



Violeta, con una voz dulce, cuenta que en su colegio le tienen miedo, que aprendió a pelear cuando era niña, que siempre obtuvo lo que quiso gracias a los golpes, que le quitaba lo que deseaba a sus compañeras. Violeta jura que nunca se ha metido drogas, pero que en su colegio, de la Pampa de la Isla, los niños comienzan a beber alcohol con soda cuando están en quinto básico. Lo hacen durante el recreo, cuando los profesores se encierran en la dirección y luego los maestros no se dan cuenta o prefieren hacerse los opas si huelen tufo en el aula.

Luis Carlos es rubio, flaco y su cara guarda las cicatrices de la vida que quiere dejar atrás. Dice que la droga no necesita de las pandillas para ir a clases porque la llevan los mismos adictos, que un drogodependiente siempre reconoce al que es como él e intercambian las ‘pilas’, la ‘bayer’, el tique o el pitillo. “En cualquier barrio de la ciudad se puede comprar droga por cinco o diez pesos. Y todo el mundo sabe dónde hay. El adicto sabe el día en que le llega la droga al vendedor”, dice.

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Pero la pandilla es parte del negocio. Christian integró dos de esos grupos irregulares. Él sabe que el jefe de la pandilla consigue la droga y se las da a sus ‘soldados’ para que la vendan en el barrio y en el colegio. La plata que ganan se usa para financiar los juntes de la pandilla o para comprar armas para alguna pelea. Todos tienen cuchillos, pero las pistolas cuestan más, aunque no son difíciles de conseguir. “Hay gente que te la presta, te la da y te dice, ‘me la pagás cuando hagás algo’”.  Y ‘hacer algo’ es usarla para asaltar.

Pero solo el 10% de las pandillas ha conseguido meterse en el circuito de distribución. Guillermo Dávalos dirigió la investigación Seguridad Ciudadana y Pandillas Juveniles, que en 2010 identificó 170 pandillas y 6.500 pandilleros en toda la ciudad, pero de esas, 12 habían conseguido tener presencia en más de un distrito.

Violeta tiene 18 años y vivió muy poco con su padre, pero a los 15 años su madre perdió su empleo y se fue a La Paz, dejándola junto a sus hermanos con una vecina. En la pandilla femenina encontró amistad, comprensión, apoyo y el cariño que no tenía en casa.

Micaela Princiotto, educadora del sistema Josefina Bálsamo, sabe que su historia no es rara. Hace siete años hizo un estudio en los 10 colegios de la institución y descubrió que el 49% de los niños vivía sin uno de los dos padres y que uno de cada cuatro vivía sin ninguno de los padres en la casa. Ellos habían emigrado tras el sueño asiático, europeo o americano, dejando a sus hijos a cargo de un hermano mayor, de un tío o de un abuelo. “Esto comenzó en los 90 y coincide con el fenómeno de las pandillas”, dice Princiotto.

Pero ella habla de gente afortunada, de los adolescentes que han logrado ir a secundaria y a un colegio estructurado que los contenga. No todos lo logran. Dávalos explica que en el estudio de pandillas se descubrió que en la Villa 1º de Mayo, la Pampa de la Isla, el Plan 3.000 y Los Lotes, los cuatro distritos más pobres de la ciudad, el 48% de los jóvenes entre 12 y 18 años no va a la escuela y que la mitad de ellos ni estudia ni trabaja. Tal vez por eso el consumo habitual de drogas entre adolescentes haya crecido 10 veces entre 1992 y 2010, y ahora uno de cada 10 adolescentes de Santa Cruz confiesa que alguna vez consumió marihuana, cocaína, pasta base, pastillas o algún inhalante.

A estos diagnósticos súmele la experiencia de Christian: “Ahora, cuando los chicos en la escuela se citan a pelear, dicen: ‘Yo soy de la pandilla bola 8, yo de los BDR, yo de los DCA-2, y si te metés conmigo te metés con mi mara’. Está de moda ser pandillero, pero uno cuando es peladito no sabe que este camino tiene solo tres salidas: un hospital, la cárcel o un cementerio. Yo ya estuve en los dos primeros y no quiero acabar en el último”.

El ‘negocio maldito’ no se puede parar con cinco gendarmes

El año pasado, Violeta había dejado el colegio. Dos amigas la convencieron que era un esfuerzo inútil. Cuando una de ellas tuvo un hijo y la otra quedó embarazada, recapacitó y se cambió de colegio, a uno de esos bonitos módulos que la Alcaldía ha construido y que cuentan con el resguardo de gendarmes. Ella y sus compañeros saben dónde se van los gendarmes a dormir o a protegerse del calor y que en la parte trasera se puede beber o fumar marihuana sin que los molesten.

Es por eso que Guillermo Dávalos se ríe cuando lee en el periódico que la Alcaldía pondrá a cinco gendarmes para evitar que la droga entre a los colegios. “La droga ya está ahí y es en todos, públicos y privados. Pregunte en cualquier colegio y siempre encontrará por lo menos a un adolescente que le dirá dónde comprarla”, dice.

El aumento de la oferta de la droga es tan grande que cualquier adicto que lleve cierto tiempo enfermo sabe cómo hallarla. Luis Carlos dice que la cocaína y la pasta base vienen de Yapacaní, de San Germán y de Chapare; la marihuana de la zona de El Torno, La Angostura y San Julián; y que las pastillas de los farmacéuticos locales. Depende de dónde la compre, el precio varía. Por ejemplo, las pastillas se consiguen por Bs 2,50 en Los Pozos, pero en los barrios cuestan Bs 15, mucho más que un pitillo o un tique (dosis de clorhidrato de cocaína), que cuestan Bs 5, o de una bolsita de marihuana, Bs 10.

“Es tan barata que los más pobres pueden hacer cuota para comprar”, dice Dávalos.

Micaela Princiotto se molesta por la persecución a los chicos de las últimas semanas. “Nos estamos poniendo en contra de unos pobres chicos que son víctimas de gente deshonesta que los utiliza para hacer plata maldita. Y la gente sabe, pero nos da miedo el niño, el pandillero y a la gente no le importa. Es mejor hacerse el que no ve. Yo les pregunto: Y si es tu hijo, ¿harías lo mismo?”.

Sin necesidad de comprarla en el colegio, Violeta sabe que a la vuelta de su casa hay un lugar donde venden drogas. Lo sabe también el presidente de la junta vecinal e incluso una vez fue la Policía. No cambió nada. El vendedor ni fue preso ni cambió de rubro y la única medida que tomaron en su excolegio para controlar el consumo de bebidas fue prohibir a las tiendas aledañas que vendan soda. Así los niños no tendrían con qué mezclar el alcohol. Ahora los chicos la traen en su mochila desde sus casas en botella de dos litros.

Detalles    

El alcohol es Dios. La investigación de Dávalos en la Fundación Sepa hizo un mapeo de los lugares donde se vende alcohol, de escuelas, de iglesias y de áreas verdes y de lugares con seguridad pública y privada. De los lugares marcados, la mitad eran de expendios de bebidas alcohólicas, un tercio eran de reunión y el resto sitios con seguridad, la mayor parte privada.

Marihuana crece. Entre los adolescentes de 12 a 17 años, el consumo de la marihuana pasó del 0,6% en 1992 al 1,48% en 2010.

Bajan los inhalantes. Los inhalantes eran la droga del pobre (clefa), pero ha bajado su participación entre los adolescentes del 2,6% al 1,48%.

Cocaína se duplica. Entre los adolescentes, en 1992 no había consumidores consuetudinarios de cocaína, pero en 2010 uno de cada 100 la consume y uno de cada 50 la ha probado alguna vez.

Drogas lícitas. Uno de cada cinco adolescentes menores de 18 años ha consumido alcohol en el último mes, uno de cada diez fuma y es la misma proporción que alguna vez probó una droga ilegal.

De esto uno nunca se cura

Leonardo   Adicto en proceso de rehabilitación

Nací en una familia de consumidores, todos eran viciosos. A mis nueve años me salí de la casa y me fui a trabajar con mi primo. Ahí comencé a beber y a pijchar y terminé consumiendo pitillo en la calle. He buscado en muchos lugares la redención, pero no la he encontrado.

Hay harta droga en Santa Cruz. Hay vendedores por todos lados. En cada barrio hay uno o dos. Cuando era estudiante conocía  diferente clase de gente. Un vicioso distingue a otro vicioso. Lo saluda, le habla en ‘coba’, le pregunta, ‘no tenés algo’, y si no tiene, le consigue y se corre la voz.

A los chicos les gusta la sensación de sentirse alucinado. Eso provoca la marihuana. Después pasan al pitillo y se esconden, escuchan de todo, pero cuando salen a beber, usan el polvo, jalan para quedar sanos. Pero la pila es la más peligrosa, es como la heroína. Tomás, contás hasta cinco y quedás noqueado. Cuando despertás, podés tener mucha plata, estar preso o tajeado. Sos un cuerpo sin memoria, te animás a todo y te crees capaz de cualquier cosa.

Estoy un mes acá, y es como una eternidad. Cada día es una eternidad y me cuesta, me cuesta. El problema no es lo físico, sino que he sido destruido en lo mental y en lo sentimental. Lo físico puede cambiar, pero ni mente es difícil. Hay días que no quiero estar aquí, pero tengo que estar.

No se puede decir que la droga es algo que se pueda dejar. Conozco a gente que estuvo limpia 20 años y otra vez volvió a la calle. Esto es una pelea de todos los días, no termina nunca. Uno nunca se cura.

Las cifras     

6.500

Integrantes

tienen las 170 pandillas que hay en toda la mancha urbana

12

Pandillas

son las que han logrado trascender el barrio y extenderse en la ciudad

48%

De 12 a 18 años

de los distritos más pobres no va al colegio secundario

Se necesita dar alternativas a la calle, la pandilla y las drogas

Problema. Los jóvenes tienen muy pocas opciones divertidas y educativas para ocupar sus ratos de ocio. Tampoco existe una política estatal para enfrentar el tema pandilla sin policías

imageAcierto. En tan solo cuatro años de vida, la Bienal Infanto Juvenil ha logrado hacer que 34.000 jóvenes participen de ella. Pasó de cuatro distritos a toda la ciudad

Pablo Ortiz, El Deber

Hace unos años a Micaela Princiotto le preocupó un chico que todos los días compraba tres sándwiches de milanesa por día en el quiosco del Josefina Bálsamo. ¿Le gustará tanto?, se preguntó y se acercó a él. El niño le contó una historia que la hizo llorar. Era un alumno aplicado, pero, como su padre trabajaba todo el día, le tocaba almorzar solo siempre. Por eso, el dinero que le daban para el almuerzo lo invertía en sándwiches que compartía con otro compañero en la misma situación, así tenía alguien con quien comer.

Para la antropóloga y educadora, los niños y jóvenes de nuestros barrios se están criando tan solos y con valores tan torcidos que la pandilla y la droga son un síntoma, no la enfermedad. Cree que el celular de última generación enviado desde Europa no remplaza la caricia de una madre ni la contención de un padre y que se debe actuar rápido ante la ola de drogas encontradas en los colegios. “El problema es que no abundan y la ociosidad es la madre de los vicios”, dice.

Y los mismos educadores tienen que ser el equipo de reacción inmediata. En los colegios Josefina Bálsamo cada estudiante tiene un cárdex con información sobre él. Se ha incidido en los profesores para que no solo se conformen en enseñar la lección, sino para que se conciencien de que lo que tienen frente a ellos es un ser humano con derechos y necesidades y han incluido ayuda sicológica para los chicos. Eso se complementa con reuniones mensuales con los padres. Tiene a unos 7.000 en 10 establecimientos en los barrios de la ciudad. “Son pocos”, dice.

Pero también debe haber una respuesta desde el hogar. El que tenga a un adolescente a su cargo, sea su padre o no, debe preocuparse por él. Y también por el niño del vecino. Todo espacio de deporte, escoutismo, pastoral infantil o juvenil debe ser un espacio de educación.

Guillermo Dávalos, de la Fundación Sepa, explica que tras el estudio de pandillas, preguntaron a los jóvenes qué les interesa hacer y la respuesta fue cantar hip hop, bailar, hacer teatro y la respuesta de la fundación fue la Bienal Infanto Juvenil. Ahora la fundación trabaja con 80 colegios de los cuatro distritos más pobres de la ciudad organizando a los jóvenes en concejos municipales escolares, ayudándolos a planificar y ejecutar actividades y metiendo formación al mismo tiempo que los jóvenes practican actividades artísticas. El resultado es que en solo cuatro años han pasado de una actividad cifrada en cuatro distritos a tener una participación de 34.000 alumnos en la Prebienal Infanto Juvenil.

Pero esta actividad es un esfuerzo de instituciones privadas con poco respaldo estatal. Princiotto reclama políticas a mediano y largo plazo que lleven actividades a las obras que se construyen. Por ejemplo, de nada sirve una cancha polifuncional sin un maestro, ya que muchas se han convertido en centro de convergencia de la pandilla del barrio. Una de ellas es la del barrio 7 de Marzo.

Tampoco la acción represiva es la única respuesta. Dávalos se molesta cuando escucha que un operativo policial detuvo a 50 ‘presuntos pandilleros’. Recuerda que ser parte de una pandilla o grupo no es delito, que lo que se debe desarrollar es un programa científico para rescatar a los 6.500 jóvenes de la pandilla del mundo de las drogas, porque no hay ninguno. “Hay algunos centros que son botaderos humanos de niños abusados y otros de orientación religiosa que hacen lo que pueden, pero ninguno científico”, reclama.

Eso sí, cree que la acción policial debe enfocarse en estas 12 pandillas, dirigidas por adultos, que utilizan a los jóvenes para traficar drogas y que se han extendido a toda la ciudad.

Alertas tempranas    

– Señales. Los padres y los maestros deben aprender a leer los mensajes que da un joven que comienza en el mundo de las drogas. Christian, un expandillero y adicto en proceso de rehabilitación, da algunos consejos.

– Acompañamiento. Trate de estar alerta en las actividades de su hijo, con quién se junta y dónde va. Vea sus actitudes, si estas cambian demasiado en corto tiempo.

– Desaliñado. Comience a preocuparse si el joven comienza a descuidar sus cosas, su cuarto, su ropa, sus deberes, el colegio o el trabajo.

– Desapariciones. Tal vez la señal más evidente sea que comienzan a desaparecer cosas de su casa, a perderse adornos, joyas o que su hijo comience a perder de manera frecuente los textos del colegio.

-  Señales físicas. Si el joven o la adolescente comienza a presentar ojos rojos sin razón clínica, lo más probable es que esté fumando marihuana. También están los ‘bajones de hambre’, ataques de voracidad repentinos cuando el efecto se acaba. Si hay pérdida de peso, palidez o excesivo enclaustramiento del adolescente, también es bueno preocuparse.

-  Permisos.  La excusa más fácil para ir a una reunión de pandilla es: voy a ir a la casa de un amigo a hacer un práctico que nos dieron en el colegio.

La solución es educativa

Álvaro Puente / Pedagogo

La solución a la proliferación de consumo de drogas en los colegios es difícil y no solo pasa por poner más control, más policías, más gendarmes. El problema es educativo.

Nuestros jóvenes pueden ser personas seguras de sí mismas o pueden ser chicos que necesitan evadirse de este mundo. Lo que hay que preguntarse es si en sus hogares les dan la suficiente seguridad y confianza para que estén felices con lo que son. Pero si la familia no cumple, a veces un buen profesor puede ser alguien que compense el déficit.

Lamentablemente la realidad es otra: nuestra escuela y nuestras familias son muy pobres. ¿Cuántos chicos están en la calle porque su casa es un infierno? Además, nuestro sistema educativo no se ha planteado este problema y este drama solo tiende a reproducirse.