Italia, país fascinante, se rinde a ‘El Gatopardo’: todo ha cambiado en veinte años y todo sigue casi igual
Claudia Cardinale (Angelica) y Alain Delon (Tancredi) en la película El Gatopardo, de Luchino Visconti Archivo
Enric Juliana – lavanguardia.com
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Es asombrosa la vigencia de Giuseppe Tomasi di Lampedusa en la Italia moderna. "Si queremos que todo siga igual, todo deberá cambiar". Esa idea, astuta, dialéctica y siciliana, con ecos del eterno retorno de Nietzsche, se saborea mejor en V.O.: "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi". Es el destello más famosos de la novela El Gatopardo. El joven Tancredi Falconeri (Alain Delon en la película de Luchino Visconti) exhibe ese argumento ante su tío, el príncipe Don Fabrizio Salina (Burt Lancaster), para justificar su pronta adhesión a las tropas garibaldinas que acaban de desembarcar en Sicilia para consumar la unidad de Italia. Hay que sumarse al cambio para poder controlarlo mejor. Don Fabrizio recela -intuye, correctamente, que con los hombres de Garibaldi, marionetas del conde de Cavour y de los industriales de Turín, viene el derrumbe de su mundo-, pero acabará entregando un fajo de billetes a Tancredi para que financie a los insurrectos. El Gatopardo es una grandiosa novela que estuvo a punto de morir en un cajón. Rechazada por los editores Mondadori i Einaudi, fue publicada por Feltrinelli cuando su autor ya había muerto. El éxito fue rápido y rotundo. Total.
En Italia muchas cosas han cambiado de sitio en los últimos veinte años, pero el tablero vuelve a ser el mismo. Vuelve el escenario de 1992, con la crisis económica a cuestas y mucho más rechazo popular a la política politizada y abusiva. Guiados por el antiguo grupo dirigente del Partido Comunista Italiano, la izquierda y una parte del centro vuelven a estar a punto de ganar las elecciones legislativas por ausencia de adversario.
En 1992, los jueces y fiscales del proceso Mani Pulite se habían llevado por delante a más de la mitad del sistema republicano. Agotada la lógica paralizante de la Guerra Fría -durante más de cuarenta años no había habido alternancia en el poder, puesto que los comunistas, muy fuertes, tenían vetado el acceso al Gobierno-, los elementos más dinámicos de la magistratura decidieron atacar la corrupción, con el aplauso popular. Primero se derrumbó el Partido Socialista de Bettino Craxi y después se fragmentó la eterna Democracia Cristiana, abandonada a su suerte por el Papa Juan Pablo II, que no sentía ningún interés por la laberíntica política italiana. Sólo quedaba en pie el PCI, rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda. No había contrafuerte. Más de la mitad del país estaba sin referentes y ese vacío lo llenó el empresario televisivo Silvio Berlusconi con el apoyo de la Liga Norte, el regionalismo excitado del arco prealpino. Berlusconi organizó una coalición increíble: Forza Italia, Alianza Nacional (partido ex fascista y estatalista) y la Liga Norte. El Partido Popular, UPyD, el movimiento Arriba España y las ramas irredentas de CiU y ERC en Girona. Berlusconi, amigo de Craxi, propietario del mayor conglomerado de televisión privada en Europa, gracias a la protección de los socialistas italianos, españoles y franceses, huía de Mani Pulite y escuchó el siciliano consejo de su amigo Marcello Dell’Utri: "Si quieres que todo siga como está, todo debe cambiar". Revolucionó Italia, asombró a Europa, se protegió de la magistratura y blindó el imperio Mediaset.
Veinte años después, el antiguo grupo dirigente del PCI sigue ahí, como una roca. Una roca que ahora se llama Partido Democrático, a la que se han incorporado gente de centro y muchos católicos. Han demostrado ser el vector más resistente de Italia en tiempos de la Mediática, pese a no ser hijos de la televisión, ni de internet. Gente de cultura política clásica. Giorgio Napolitano, presidente de la República. Pier Luigi Bersani, expresidente regional de la Emilia-Romaña, paciente líder de la oposición y rotundo vencedor de las recientes elecciones primarias en el PD, con el apoyo del sindicato CGIL. Izquierda y centro con envoltorio prudente. Alérgico a las campañas de imagen. El más completo anti-Zapatero que pueda describirse.
Bersani avanza y Berlusconi, genial en el interior de su teatrino, ha dicho: "Estamos como hace veinte años, ¡nos hace falta un Berlusconi!". Apartado del poder, con el aplauso de Washington y Berlín, por su empatía con la figura de Calígula, amaga con volver. Juguetea con la situación, ante el pasmo de Europa, el terror de los alemanes, la contrariedad de la prensa liberal anglosajona, el sudor frío del Vaticano y el estupor del primer ministro técnico, Mario Monti, que se encaminaba hacia la presidencia de la República (Napolitano agota su mandato), para ejercer de sutil contrapunto de Bersani.
¿Qué quiere Berlusconi? Protegerse.No acabar en la cárcel y la garantía de que sus hijos no perderán el control de Mediaset. Garantías que la República no le puede ofrecer, puesto que la Constitución antifascista de 1948 concede mucha cuerda al poder judicial. Quiere seguridad y no desea gastar un dineral en un candidato -su hipotético sucesor, Angelino Alfano- que ha demostrado ser una nulidad. Quiere que alguna cosa cambie, cuando todo vuelve a ser igual. Italia es fascinante.
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