Hebert Gatto
Luego del estruendoso fracaso de la empresa comunista, la aparición de Chávez y su revolución bolivariana supuso un nuevo comienzo para un socialismo que parecía definitivamente superado. Especialmente en América Latina, una tierra que parece señalada para ese cometido, tal como había ocurrido en los sesenta y setenta con la ilusión cubana. Hoy, ante la muerte de Chávez es bueno interrogarse sobre este renacimiento de la izquierda que él supo acaudillar.
Es notorio que el socialismo del siglo XXI o bolivariano tiene diferencias notorias con sus predecesores y sus íconos señeros, Marx, Lenin, el Che, Mao Tse Tung o Ho Chi Min, a los que sin embargo, constantemente apela. Sus propósitos son más modestos y los medios más acotados. Aunque la retórica siga siendo incendiaria y constantes las nebulosas referencias al fin del capitalismo. No es aquí nuestro propósito discutir las ideas (que no alcanzan a constituir una ideología) del comandante Chávez. Por más que sepamos que los populismos son fenómenos políticos que en igual medida que requieren de un conductor carismático, suelen disgregarse cuando el mismo desaparece. Nuestra inquietud es más modesta: ¿este socialismo, aún si le concediéramos logros sociales, es congruente con la democracia?
La interrogante no solamente exhibe la diferencia con la izquierda de ayer que admitía francamente la incompatibilidad entre ambos modelos, sino una operación ideológica populista que identifica comicios con democracia. Chávez, se arguye, ganó seis elecciones (y solo perdió la reforma constitucional de 2007). Por algo, según el Latinobarómetro de 2010 y 2011, la población venezolana ocupaba el primer lugar en el ranking en su apoyo a la democracia. Ello no sólo demuestra que Venezuela es una democracia sino que, en tanto participativa, es de las más plenas de ellas.
Pero el planteo es falso. Por más que una población anhele elecciones, ellas exigen un clima de libertad política, civil y pública que cuando falta, perjudica sus resultados. Lo mismo ocurre con la ausencia del sistema de garantías constitucionales que en defensa del ciudadano y la propia sociedad la democracia requiere. Entre otras, la separación de poderes sin la cual, como expresaba la Constitución francesa de 1791, la democracia no existe. Además de un clima cultural tolerante, racional y dialogante que habilite la seguridad y la libertad espiritual.
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Nada de esto ocurre en Venezuela donde el Tribunal Supremo de Justicia fue avasallado en 2004, mediante la designación de jueces chavistas. O en materia de libertad de los medios, permanentemente amenazados y coaccionados a plegarse a la política oficial. O en lo referido a las libertades civiles, jaqueada por una sociedad fragmentada de gramática guerrera, expresión de una pretendida lucha cósmica entre puros y pervertidos. Querer democracia no supone tenerla. No por casualidad la Fundación Konrad Adenauer situó la democracia venezolana entre las cuatro peores del continente (Democracia y Derechos Humanos en Venezuela, 2011) y en parecidos términos se expresó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la misma que tanto aprecia la izquierda uruguaya cuando emite recomendaciones o falla sobre tales derechos en nuestro país. Quien quiera llorar a un "príncipe de la plebe" que lo haga, pero sepa que no despide a un demócrata, menos a un héroe.
El País – Montevideo