El Snowden bolivariano

Mac Margolis

mac-margolis-testeira En un modesto cuarto en el primer piso de un edificio comercial, el asilado se las arregla como puede. Hace 14 meses, su mundo se restringió al ambiente de 20 metros cuadrados de la embajada de una nación amiga, amoblado con una cama, escritorio y frigobar. El baño es compartido. Tomar sol, apenas por la ventana. Como todo refugiado, le quedan alternativas ingratas: entregarse a las autoridades o aguantar firme hasta que consiga pasaje para otra patria.

No es Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, que para evitar su extradición a Suecia se puso a merced de la embajada de Ecuador en Londres. Tampoco me refiero a Edward Snowden, el fisgón americano que derramó secretos del espionaje de Washington y acabó confinado en el aeropuerto de Moscú.



El relato habla de Roger Pinto, el Snowden bolivariano. ¿Quién? Preguntará el lector. Olvidado entre los titulares y los malabarismos diplomáticos de los refugiados más célebres del planeta está el drama del boliviano que, desde mayo de 2012, está preso en la embajada de Brasil en La Paz. Guardadas las proporciones, su caso es emblemático para América Latina, aún bajo la sombra dejada por el finado Hugo Chávez, y es un problema para la diplomacia regional.

Senador por el departamento de Pando, al este de Bolivia, Roger Pinto es conservador, rico, políticamente convertido en un crítico implacable del gobierno de Evo Morales. Opositor del bloque Convergencia Nacional, integró el movimiento por la independencia administrativa o fiscal de la nación tropical en su país. La propuesta no venció, pero consiguió provocarle urticaria al gobierno de Evo.

Para peor, Roger también acusó a un integrante del gobierno de vínculos con el narcotráfico internacional. En seguida, se tornó el blanco de una lluvia de procesos, acusado de los delitos más diversos, desde corrupción hasta donaciones irregulares para una universidad.

Entre peticiones e improperios -y muchas amenazas de muerte-, el senador optó por la retirada y tocó la puerta de la embajada brasilera diciendo que era un perseguido político, y pidió asilo. Brasilia, correctamente, se lo concedió por eso mismo.

Por la Constitución boliviana, todo ciudadano tiene derecho a pedir asilo. Sin embargo, en los meandros de la Carta redactada a dedo por el partido gobernante, no hay reglas ni normas claras para conceder un salvoconducto. Sin él, la concesión de asilo cae en el vacío. Es el laberinto de Roger, un asilado entre cuatro paredes.

Evo rebate la crítica con un argumento familiar. El senador no sería ningún prisionero político, sino un criminal común. Luego, solo cabe su rendición a la justicia. El argumento sonaría razonable, si no fuese un magistrado protegido por la misma Constitución boliviano.

Según la Fundación Nueva Democracia, que defiende los derechos humanos en Bolivia, la justicia se convirtió en un juguete en manos del gobierno. Apenas en los últimos cuatro meses de 2012, el grupo contabilizó 11 casos de suspensión o destitución de autoridades democráticamente electas, 21 casos de persecución judicial por motivaciones políticas y 5 casos de suspensión de autoridades judiciales por causas políticas.

Según Nueva Democracia, son “flagrantes violaciones de derechos humanos” atribuidas a la actuación de los órganos de seguridad, al Ministerio Público y a las autoridades de la justicia. En palabras de Jorge Quiroga, ex presidente boliviano, “no se puede ofrecer a un americano detenido en Moscú lo que no se cumple con un boliviano en La Paz”.

Ahí está el hilo conductor que une a Roger Pinto, a Edward Snowden y a Julian Assange. Héroes o bandidos, escoja usted. Ciertamente, todos deben explicaciones por sus actos ante la justicia. ¿Pero qué justicia?

O Estado de S.Paulo

Traducción: eju!