Sé que muchos incrédulos dirán que exageré la historia, pero quiero que sepan que cada palabra en este relato es real, esto me pasó y quiero salvar a los hombres del mundo de cometer estos errores.
Era un lindo sábado de mayo cuando uno de mis mejores amigos me escribe para invitarme al matrimonio de un compañero con el que se graduó de la universidad. Me vestí, me arreglé lo mejor que pude y me coloqué la buena actitud que caracteriza a las rumbas improvisadas. Al llegar, conversé con todos y todo a mi alrededor (algo que tengo yo es que hablo tanto que, les aseguro, aunque me taparan la boca me saldrían subtítulos). Al cabo de tres o cuatro champañas me di cuenta que tenía probablemente más de dos horas hablando con la misma persona, un chico bien vestido, con argumentos interesantes sobre por qué amaba a este país y una piel en el tono exacto que me gusta, características que quizás me hicieron justificar el mandibuleo subido de tono y las 4 veces que había mencionado que tenía caballos en el Country Club y en el Club Los Cortijos. Pasamos una noche muy interesante entre copas, baile e intercambiamos números de teléfono.
Los siguientes días estuvimos hablando por mensajes, no hace falta que sea precisa, fue el cortejo de costumbre que nos suministra WhatsApp a nivel mundial. Un miércoles a las 11 o 12 de la noche, este hombre toma la absurda decisión de llamarme, borracho, para hablar sobre unas tonterías de su carro y de una exnovia que quería “montarle una barriga”. Señores, ustedes leyeron bien, según su cuento de mal borracho, esta mujer sabía la “cantidad de dinero” que él tenía y decidió fingir que estaba embarazada. Entré en shock y conversé lo necesario para que aquel hombre trancara el teléfono de una buena vez.
Al día siguiente me llamó muy avergonzado para que lo disculpara, que no supo lo que le pasó, que le puyaron el trago, que los amigos hicieron esto o aquello para rascarlo, que se sentía muy mal y que por favor me aceptara un almuerzo para disculparse. Pensarán que estaría loca si aceptaba eso, ¿no? Bueno, recuerden que de estupideces uno aprende, y por eso accedí. Quedamos en almorzar en el Club Los Cortijos que queda –literalmente- al lado de mi trabajo. Le dije que podía caminar hasta ahí, realmente estaba a 15 pasos de mi oficina, pero aquel hombre insistía que de ninguna manera caminara, él me buscaría a la puerta y de ahí saldríamos, lo cual me pareció bastante caballeroso, hasta buena impresión me dio por un momento.
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Al llegar, me doy cuenta que tenía un BMW del año, lo cual me despertó sospechas sobre la verdadera intención de buscarme a mi trabajo. Me monté en el carro y ni siquiera pude saludarlo porque él estaba en una calurosa conversación por teléfono con “quién sabe quién”, solo recuerdo frases claves: “Brother, te dije que hicieras ese negocio que te va a dar demasiado billete” / “tú sabes que yo no me equivoco en estas cosas” / “que te lo digo yo que en un año te vas a forrar”. Al trancar el teléfono me dice: “Discúlpame, un amigo pidiéndome consejos de un negocio nuevo”. Desde ese momento supe que lo que venía no podía ser bueno.
Nos bajamos del carro y lo primero que a este hombre se le ocurre comentar en palabras exactas es: “Este carro es mi bebé, es mi carrito de soltero. Yo tengo una camioneta, pero esa la dejo en Higuerote porque me da ladilla tenerla aquí en Caracas. ¡Créeme! Yo le resuelvo la vida al parquero de mi trabajo porque le pago todos los días para que me lo lave” (inserte aquí un mandibuleo nivel: 100). Tuve el impulso de salir corriendo antes de que todo empeorara, pero la cordura me exigía seguir ahí.
Al llegar al restaurante empezamos a hablar. Me comenta que su padre tiene una agropecuaria y una hacienda y no sé qué más, así que él trabajaba en la empresa de su papá en un rango bajo para ir subiendo con la experiencia hasta heredar este “imperio”. Recuerdo otras palabras textuales de la escena: “Tengo un jefe temporal que es como mi supervisor y me da risa cuando me regaña, pareciera que cree que será más hijo de mi papá que yo”.
No podía ni hablar, no sabía qué decir, no entendía nada, lo único que me preguntaba a mí misma era: ¿Por qué? ¿Cuál será su estrategia? Esto no tiene sentido.
Continúa la conversación y el mandibuleo iba empeorando. Recuerdo que se dirigió a mí en algunos momentos con los apelativos masculinos brother y men como mil veces. Le hablé algunas cosas de mi familia, para cambiar el tema del trabajo, ya que no quería seguir encaminando la conversación hacia su dinero. Decidió hablar sobre su familia, diciendo lo siguiente: “La mujer que está casada con mi papá es que si ama de casa y yo digo que debería armar que si un negocito con sus amigas, al menos para justificar las 80 carteras Carolina Herrera que le ha regalado mi padre”. En este momento ya no quería ni comer, no estaba segura si iba a vomitar de las náuseas que me provocaba este ser humano que, además de déspota, era machista.
A este punto dirán que no hay forma que esto empeorara, ¡pues sí! También comentó que ya no sacaba dólares de Cadivi porque el gobierno lo había bloqueado por una confusión y decidió no seguir intentándolo así que compra el dólar paralelo (literalmente dijo: “Que el gobierno se quede con sus dólares de $%&$”, no los necesito”). Luego comentó que iba a ahorrar por dos meses ya que quería comprarse una Promarine (aquí el mandibuleo y la pronunciación en inglés se unieron y crearon un monstruo lingüístico). Además, me aclaró que necesitaba esa lancha porque estaba harto de irse en las de sus amigos, en especial la de uno de ellos que cada fin de semana que salían le exigía traerse 9 “culos”, (frase literal: “Men, ¿cómo me llevo 9 culos un fin de semana? No tengo tantos en mi nómina”).
Era el momento de pagar, gracias a Dios. Nos traen la cuenta y, como siempre, meto mi mano en la cartera para sacar la billetera, al menos haciendo el gesto de querer pagar. Me dijo: “Tranquila, no soy tan patán como para hacerte pagar”. Me dieron ganas de responderle: “¡Wow! ¿En serio? ¿Patán tú?”, pero controlé el impulso y lo único que dije fue “Ok, lo hacía en caso de que lo necesitaras”. Pero, señores, entiendan algo: la vida siempre es justa y, bajo esta premisa, pasó lo mejor que podía pasar…
LA TARJETA NO LE PASÓ (perdón, aún me río de esto). Se puso demasiado nervioso y abrió su billetera, sacó todas las tarjetas y me pregunta: “¿No te pasa que a veces no sabes qué hacer con tantas tarjetas?” Esta vez abrí mi boca para decir lo justo y necesario: “No, la verdad yo solo tengo dos bancos y me funcionan a la perfección”.
Finalmente, llegué sana y salva a mi oficina de nuevo, dándole gracias a Dios de que tanto mandibuleo y masturbación de autoestima no me hayan causado ningún daño cerebral.
Germán, si alguna vez lees esto, solo quiero que sepas que, por primera vez en toda mi vida, no supe, ni quise, hablar en una salida.
Y para los caballeros que leen esto, solo quiero explicarles que sus cuentas bancarias no rigen su personalidad. Volver loca de amor o de deseo a una mujer es más fácil que todas estas estupideces que decidió decir este individuo. Ser divertido, ser creativo, ser apasionado, ser caballeroso, ser espontáneo y hasta sensible, son mejores herramientas. Lo único que necesitas es ser tú mismo. Recuerda que lo mejor que puedes hacer es decir quién eres y no qué tienes.