¿Un reactor nuclear? Mejor un gran petardo


Gonzalo Mendieta Romero*

MENDIETA No contentos con el satélite, tendremos un reactor nuclear. Honraremos así una antigua tradición política, pues seguimos siendo los mismos: nuestro complejo de "atraso” siempre tuvo maneras de mitigarse con artefactos de ortopedia.

Un libro registra que Arce y Montes hacían campaña con el grito tecnológico de su época: "caballos de hierro” (ferrocarriles). Esos presidentes tenían en mente urgencias concretas, pero también el prestigio modernizador que lucirían.



Por razones parecidas, Urriolagoitia inauguró una refinería en Chuquisaca que poco ha operado en más de 60 años. Yace cercana a unas huellas de dinosaurios.

No obstante, olvidando la amarga historia, si se trata de tener lo que nos gusta, me inclino por un gran petardo plurinacional de fabricación asiática, en vez de un reactor descolorido.

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Maduré esta propuesta justo cuando me encontraba sumido en el sopor más inane, comparable al que los sufridos ministros combaten sin tregua al escuchar un mensaje presidencial, sea de Arce, Montes o Urriolagoitia.

En ese instante, unos sonoros buscapiques me sacudieron de esa modorra bastante parecida a la estupidez: se festejaba un aniversario vecinal con los infaltables explosivos de salva.

Guardando las adversas distancias de intelecto y reputación, experimenté una epifanía similar a la de René Descartes (a él se le ocurrió su "pienso, luego existo” mientras pajareaba en bata frente a su chimenea).

Llegué así a una conclusión infalible (en política se dice "histórica”). Inauditamente, marginado del escudo patrio, el petardo es una alegoría que expresa a todas las plurinaciones -reales y no tanto- por igual. Sin importar su inutilidad, nos representa mejor que un reactor o una nave espacial.

Cada vez que empuñamos un cohete manual, asoma el tufillo del macho que vive dentro de nosotros. Es el macho que pugna por probar que puede desafiar a cualquiera o llamar su atención, atronadoramente.

En países violentos, los manifestantes balean a los policías. Aquí somos civilizados: vencemos la timidez con puras detonaciones. Ni los chinos, que producen petardos en cantidades, los emplean de forma tan venerada y generalizada como nosotros.

La Alcaldía exhibe buses o inaugura una plaza con petardos. Una masa de masistas (la cacofonía es inevitable) despide a Su Excelencia tirando cohetes. Una multitud nunca denuncia sin petardos. Los jailones hacen gala de que todo lo pueden al enseñar a sus hijitos a cultivar el talento pirotécnico.

Los sindicatos hacen notar su paso con explosiones de mentiritas -salvo por los mineros-, sin importar si en su ruta hay hospitales derramando enfermos terminales.

La Policía activa buscapiques en sus campeonatos de fútbol; y no hay ninguna contradicción en que sus efectivos describan simultáneamente los riesgos de los fuegos artificiales, haciendo estallar el cadáver de un memorable pollo en la TV.

Tampoco los "sin techo”, que pregonan su miseria, hacen faltar dinerito para los fuegos de salva. Hasta los del TIPNIS fueron recibidos con cohetes en la ciudad.

Los petardos son más importantes en nuestras vidas que un satélite, un ferrocarril o un reactor nuclear; son un derecho humano, imprescindible como el agua.

Ni alcohol precisamos para que este pueblo retraído transforme a cualquiera de sus miembros, a un circunspecto señor de terno gris oscuro, en un Tío de la mina, ávido de olor a azufre y pólvora.

Como la mayoría se chupa, resignada, la altanería de los poderosos, las colas o el tráfico detenido por cualquier causa trivial, no es extraño que ambicionemos desquitarnos de una vez, como en las revoluciones, cobrando al menos con ruido toda la saliva que tragamos a diario.

Necesitamos, por eso, un gran petardo que reviente el letargo de todos los vecinos. Sería más idiosincrásico que un reactor nuclear sin adherentes. Así todos podrían deducir que existimos no porque pensamos -como Descartes-, sino por los vacuos estallidos que provocamos. Sería un buen resumen del gran cabreo e inseguridad que nos asfixian.

*Abogado

Página Siete – La Paz