El castrismo, una infamia cautivadora

Enrique Fernández García* fernandez«Fidel Castro es el hombre más tierno que he conocido». Gabriel García Márquez El planeta está lleno de necios, embusteros y malhechores que, pese a tener defectos muy notorios, cautivan al prójimo. La lucidez nunca fue indispensable para persuadir a un individuo de apoyar una causa. Tampoco, desgraciadamente, se ha necesitado que un hombre de moral impecable, alguien digno del encomio más sincero, nos invite a respaldar una ocurrencia para patrocinarla con entusiasmo. Lo cierto es que no se requiere de grandes talentos para recibir la colaboración del semejante cuando, ante todo, apelamos a sus sentimientos. La consagración de aventureros obedece a este entendimiento, puesto que sus partidarios son alimentados por las pasiones, excluyendo los mandatos racionales. Conmovidos por la cruzada que desearían protagonizar, encuentran en sus ejecutores a sujetos idóneos para ser venerados. La identificación con su lucha puede ser tan fuerte que, en ocasiones, toda una generación se cree llamada a defenderla sin moderaciones de ninguna laya. Habiendo tal coincidencia, la regla es evitar las críticas que mancillen sus planes. No interesa que la realidad hubiese impedido la concreción del anhelo; tanto los sueños como su profeta mantendrán siempre el esplendor. Fueron responsables de atizar apetitos revolucionarios, pensar en un mundo mejor; ergo, justifican que se haga hasta lo inconcebible por protegerlos. Aunque se acepten algunas objeciones, la seducción jamás dejará de orientar a los que apostaron por las quimeras. El castrismo es una de las pestes que nos fastidian desde hace varias décadas. Personas de diferentes edades, con mayor o menor imbecilidad, se dedican a procurar su salvaguarda. Ellos creen que es una obra ejemplar, el producto de ideas y sensaciones relacionadas con lo sublime. Ese proyecto social sería el que, a pesar de sus limitaciones, continuaría valiendo la pena. Es irrelevante que su inspiración teórica hubiese colmado de miserias cuantiosos países; menos aún, las atrocidades atribuidas al régimen. Es la utopía que, salvando el caso de los capitalistas, todos deberían perseguir. Subrayo que este imperativo se torna apremiante si alguien nace en Latinoamérica. Hermanos de antiimperialistas como Rubén Darío, José Enrique Rodó, José María Vargas Vila, entre otros especímenes, habría el mandamiento que nos impone adorar a Cuba y su dictadura. En síntesis, la Revolución es una gesta que no admite sino un soporte irrestricto. Su descalabro implicaría la derrota de todos, un triunfo del sistema que no quiere una comunidad sin maldades. El problema es que, mientras las alabanzas continúan renovándose, los despropósitos al interior de aquella isla se repiten sin cesar. Porque, aun cuando sus apologistas lo nieguen, las excitaciones despertadas por ese experimento no hallan una satisfacción práctica. Sus bondades han sido siempre parte de un mito que conviene ayudar a demoler. En algún momento, esa idealización de una estupidez aborrecible debe acabar. Los guerrilleros que comandó Fidel Alejandro Castro Ruz no fueron determinantes para derrocar a Batista. Ese acontecimiento tuvo diversas causas; el ingreso apoteósico de hombres barbudos y armados no debe hacernos olvidar los otros factores. Los ataques al régimen se libraron también en la ciudad. Para incrementar el desasosiego de quien regía esa república, resultaron efectivas las acciones terroristas que algunos ciudadanos perpetraron. Destaco que los opositores a la tiranía no siguieron un mismo procedimiento; se coincidía en el objetivo, pero había diferencias respecto al medio. En cuanto a los sucesos que propiciaron la caída, debe resaltarse la participación de Estados Unidos. Es difícil imaginar esa huida presidencial sin la pérdida del apoyo brindado por dicha nación. Por mucho que irrite a los revolucionarios, si no hubiera perdido el amparo norteamericano, la derrota del autócrata habría sido imposible. Para no traicionar la verdad, corresponde recordar que esa vilipendiada potencia dispuso un embargo de armas contra la dictadura. Hubo asimismo otros actores en una contienda que tenía metas admirables. Porque, tal como lo han declarado sus combatientes, el objetivo era recuperar la democracia, restableciendo un orden congruente con las libertades civiles y políticas. A la postre, una minoría violenta y antidemocrática se apropió del triunfo. Es de canallas haber usado ese legítimo logro para concretar una utopía perversa. Si bien Huber Matos sostuvo que Fidel Castro no era comunista, sino narcisista, cuenta con el espíritu de todos quienes han predicado esa doctrina. Los crímenes de su satrapía no tienen la envergadura del estalinismo sólo porque rige un país pobre. Regalándole recursos ilimitados, los hombres habrían visto cómo el orbe se incendiaba con frenesí. No exagero, pues, cuando la Unión Soviética planeó colocar misiles en Cuba, él y Guevara, ese asesino desquiciado, soñaban con una catástrofe atómica. En sus dominios, durante los últimos 55 años, el gusto por la intolerancia ha cobrado víctimas hasta el hartazgo. Son miles los individuos que han sido insultados, vejados, explotados, apresados y muertos por tener una opinión distinta de la dictada desde el poder. Es bueno apuntar que la sumisión se decreta a cambio de nada dignificante. Pasa que las conquistas en salud y educación son una patraña. Únicamente los extranjeros tienen derecho a ser atendidos con decencia en sus hospitales; para las demás personas, por carecer de medios económicos, queda el peor servicio. La situación del sistema educativo tiene un patetismo similar. Al margen de las penurias materiales, basta saber que los niños son adoctrinados en absurdidades del socialismo para quitarle cualquier virtud. Siendo el fracaso tan palmario, urge que los nostálgicos de la proeza del año 1959 cambien de actitud. Se debe retomar la senda iniciada cuando, con y sin barbas, los hombres libres resolvieron que había llegado el tiempo de poner fin a la tiranía. *Escritor, filósofo y abogado