Carlos Herrera*
Digámoslo una vez más, sólo en condiciones de seguridad jurídica, libertad y respeto por los derechos del individuo, como economía abierta y de competencia, los negocios y la actividad económica prosperan, es decir, disminuye la pobreza y aumenta el empleo social. Por lo mismo también nada es peor para el crecimiento de un país que las prácticas de intervencionismo económico, es decir, subvenciones políticas, monopolios estatales, protecciones arancelarias, controles de precios y prohibiciones a las exportaciones, porque con ello se socava la base misma del sistema de libre mercado, cuya piedra fundacional es la idea de la competencia libre.
¿Por qué es importante la competencia? Pues porque de ella se derivan la calidad y los bajos precios de los productos y servicios. Es decir, que si un empresario quiere el favor de los consumidores, tiene que ofertar sus productos a un buen precio y con buena calidad. La competencia es buena también porque pone al consumidor como el verdadero y natural asignador de recursos, premiando el esfuerzo y la creatividad empresarial, más que la pertenencia al gremio de poder circunstancial. Ya no el Estado premiando con liberaciones de impuestos a su clientela política (en Bolivia los gremios de comerciantes y transportistas que disfrutan de los regímenes especiales) sino que el dinero va a quien los consumidores lo quieren. El árbitro de tal repartición de recursos es entonces la gente.
Por eso cuando nuestros populistas hablan de “sectores estratégicos”, de “recuperación de la soberanía sobre los recursos naturales”, en realidad repiten un engañoso discurso que tiene ya más de cincuenta años. El mismo que nos llevó a la conclusión (después de haber dilapidado miles de millones de dólares a lo largo y ancho de nuestra Latinoamérica) que el Estado no sólo es un pésimo empresario, sino que tampoco es un buen asignador de recursos, porque cuando interviene en la economía tiende siempre a distorsionar la competencia y los mercados con intervenciones que responden más al cálculo político que a la racionalidad económica, y a lo único que lleva todo eso es a impedir que el verdadero potencial productivo de un país se ponga en movimiento; es decir, no llevan a otra cosa que a más pobreza y a más exclusión social, amén de crear unos feudos de corrupción y clientelismo de una insaciable voracidad.
Pero machacan con tal discurso porque saben a la perfección la enorme aceptación que aquellas ideas tienen (Estado que fomenta el empleo y redistribuye la riqueza) en una sociedad agobiada por la pobreza y las necesidades. El populista es en realidad un hábil vendedor de ilusiones, pero su verdadera obsesión en la vida es el poder, no el servicio a su sociedad. Por eso no asume ninguna responsabilidad por lo que dice, es decir, no hace ningún esfuerzo por contrastar lo que dice con los datos de la realidad, no coteja resultados, no examina la historia, ni investiga las causas de fondo: En suma, nunca hace un esfuerzo reflexivo que valga la pena.
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Y por eso también sus políticas son simplistas y tienden a ver al Estado como el gran solucionador de los problemas sociales. De nada le sirve la lección de los países desarrollados del planeta. Olvida que el estatismo, la corrupción y el clientelismo han desangrado al continente en el último siglo. Y aunque se llena la boca de conceptos democráticos, es demócrata mientras ésta le conceda derechos, ya no si hablamos de deberes, porque entonces los conceptos de respeto por el individuo, tolerancia al disenso y respeto por los procedimientos del orden democrático, se vuelven mera retórica para él.
El populista no entiende que en un mundo globalizado como el actual, lo que importa para mejorar la calidad de vida de los pueblos es el comercio y el trabajo en condiciones de competencia y seguridad jurídica; y por eso es un enemigo del Estado democrático de derecho y de la economía de libre mercado. Tampoco tiene fe en la idea de una institucionalidad que opere dentro de los límites de la normatividad jurídica que vela por el derecho individual. Para él el Estado lo es todo, y por eso cree que aquel puede incluso estar por encima de la ley, es decir, por encima de los derechos básicos de las personas. Es por eso mismo un auténtico autócrata, alguien que desprecia la voluntad popular y la vida organizada en torno a la idea de ley y derechos básicos.
¿Quiénes son en realidad los populistas de hoy? Son los marxistas y los socialistas de antaño, que después de la caída del comunismo en la Unión Soviética, han hecho una reingeniería ideológica en su desesperación de no morir. Muertos los argumentos que defendían la dictadura del proletariado y la abolición de la propiedad privada, han encontrado en el tema de la etnicidad, la exclusión social y la pobreza, nuevos argumentos para su sobrevivencia política. Le imputan al Estado democrático liberal la culpa de la exclusión y la pobreza, cuando ella es simplemente una consecuencia de la poca capacidad productiva de los países, esto es, de que los países producen y venden poco.
Niegan, además, algo que es evidente por sí mismo: que las sociedades más prósperas del planeta son sociedades donde prevalece el respeto por el derecho propietario y la libertad de trabajo (ambas ideas liberales).
Inclusive el fenómeno de la globalización se debe en gran medida a las ideas liberales, ya que responde al impulso y la protección que se le dio a la actividad privada en los países desarrollados. Y porque además entienden que sin divisas, esto es, sin los ingresos que derivan del comercio a gran escala, no hay crecimiento ni mejoría posible para sus pueblos. Tampoco inclusión social, es decir, trabajo y oportunidades para todos, o lo que es lo mismo, movilidad social, porque esto deviene también de la actividad económica.
El Estado debe cuidar por el respeto de los derechos de las personas, la aplicación de las leyes, la regulación de la conducta de los agentes económicos en un marco de libertad, velar por las inversiones en la infraestructura nacional, pero nunca introducirse como actor que maneja empresas, regula precios y define qué se comercializa en el país y qué no. Podrá tener participación accionaria en empresas estatales, pero nunca la administración y las decisiones en sus manos. La buena gestión es fruto exclusivo del interés personal, y los políticos que manejan empresas del Estado no tienen el menor interés de cuidar la sostenibilidad de aquellas empresas, porque para ellos no significan nada, son nada más que una parada en su carrera por la sobrevivencia.
Ahí algunas de las razones por la que hoy muchos pueblos de Latinoamérica no logran salir del charco de la pobreza.
*Abogado