El reparador de vidas


Carlos Ticlo es la única persona en La Paz, capaz de entenderse con las bombas de cobalto, máquinas obsoletas para tratar el cáncer que cada vez dan más señales de querer pasar a mejor vida.El reparador de vidas Carlos Ticlo, técnico de bombas de cobalto. Foto: ANF.

La Paz, Bolivia, 25 de julio (ANF).– Carlos Ticlo es la única persona en todo el departamento de La Paz capaz de entenderse con las bombas de cobalto, máquinas obsoletas para tratar el cáncer que cada vez dan más señales de querer pasar a mejor vida
Cuando dicen que solo hay una persona en todo el departamento de La Paz capaz de reparar las dos añejas máquinas de cobalto –datan del siglo pasado– que tratan con radioterapia a enfermos con cáncer en los hospitales de Clínicas y Obrero, uno piensa en una persona mayor, un hombre enjuto, ajado por la edad, con manos desgastadas, ataviado con un mono azul y un maletín con herramientas tan viejas como las susodichas máquinas.
Nadie se imaginaría a Carlos Ticlo, un joven técnico electrónico de 29 años recién cumplidos, vestimenta casual, cabello despeinado –un poco al estilo de la nueva ola de músicos coreanos que revolucionan a las adolescentes bolivianas–, mentón retraído y sonrisa nerviosa.
Él es la única persona en todo el departamento que se acerca a las máquinas de cobalto de la urbe paceña. Asegura que los que no lo hacen es por puro desconocimiento y egoísmo. “Hay muchos mitos alrededor de la bomba, que si es un equipo maldito, que si te acercas te irradia y te enfermas, pero no es así”, cuenta desde su despacho ubicado en la parte trasera del hospital, al fondo de un destartalado patio.
La bomba de cobalto es como una cafetera gigante que emite ondas radiactivas que impactan contra el tumor pero también sobre otros organismos y tejidos que lo rodean. Este elemento químico, el cobalto, se halla en meteoritos, estrellas, en el mar, en aguas dulces, suelos, plantas y animales. Su uso es tan versátil que se solía emplear en guerras y ahora se destina a la medicina.
Un día cualquiera del año 1979, un técnico canadiense apareció en el hospital Obrero, instaló el equipo y se marchó sin más, como quien deja a un recién nacido en una cesta frente a una casa. Su paso fue tan fugaz que nadie lo recuerda físicamente. Como testamento les regaló a los técnicos un manual de funcionamiento compuesto por cinco cartapacios cada uno de 500 páginas. Una torre interminable de párrafos incomprensibles en inglés.
“Nadie sabía cómo funcionaba”, afirma ingenuo el técnico de radioterapia Walter Laura, que recuerda cómo médicos y técnicos miraban la máquina como si hubiera aparecido un extraterrestre. Durante años pasaron algunos ingenieros por el hospital que la reparaban pero se marchaban sin enseñar a otros.
30 años después cuando Carlos Ticlo era un simple pasante del área de sistemas del hospital Obrero y apenas tenía 23 años se interesó por la “maldecida” máquina de cobalto. El técnico que la solía arreglar se había marchado sin dejar rastro. Por su temperamento, dicen.
Carlos leyó durante tres meses los interminables cartapacios en inglés –también aprendió el idioma de manera autodidacta escuchando a la banda estadounidense Linkin Park– y se lanzó a la aventura de devolverle la vida al equipo de cobalto para sanar las de otras personas.
En América Latina, la bomba de cobalto sigue siendo bastante común pero en Europa o Estados Unidos ya han sido sustituidas por los aceleradores lineales, mucho más precisos en el tratamiento y con menos efectos negativos para los pacientes. “Las bombas de cobalto tienen una intensidad radioactiva menor, el tratamiento es menos efectivo y debe ser más reiterado y prolongado”, sostiene una médica boliviana del hospital Puerta de Hierro de Madrid.
El actual reclamo de grupos de activistas por los derechos de personas con cáncer en Bolivia es que las instituciones compren un acelerador lineal, ya que solo existe uno en todo el país, y se encuentra en una clínica privada de El Alto.
Carlos Ticlo abre la máquina con delicadeza por uno de sus laterales. Un sinfín de cables de colores aparecen enredados de manera indescifrable, aunque él parece tenerlo muy claro. “Es solo cuestión de ponerse y revisar el manual si se te olvida algo”, sentencia con un aire inocente.
La firma que vendía los repuestos de las máquinas de cobalto en Bolivia se marchó en 2008, dejando a los equipos huérfanos de posibles trasplantes y a los pacientes con el riesgo de quedarse sin tratamiento. “Ahora tenemos que revisar las máquinas cada dos o tres meses –interrumpe el técnico Laura–, si se rompe alguna pieza clave ya no servirán”.
Podría decirse que las bombas de cobalto están al filo de sufrir una metástasis imparable y la condena consiguiente al cementerio de máquinas que yacen en el subsuelo del nosocomio.
El niño ingeniero
Un buen día, cuando Carlos Ticlo tenía apenas ocho años y vivía en la ciudad de El Alto, la muerte de su abuelo le cayó como jarro de agua fría.
Mientras sus padres vaciaban el cuartito donde había vivido siempre su abuelo, desalmándolo como un cascarón hueco, encontraron cajas repletas de motores inservibles, cables y cachivaches varios que iban a ir directos a la basura si no fuera porque un niño de ojos curiosos los rescató y puso de nuevo en órbita.